miércoles, 26 de diciembre de 2012


UNA PETICIÓN BIEN FUNDAMENTADA

Ahora volvámonos a la petición misma: “Y el Dios de paz ... os haga aptos en toda obra buena para que hagáis su voluntad, haciendo él en vosotros lo que es agradable delante de él por Jesucristo” (RV60). Este versículo está íntimamente relacionado a la totalidad del versículo precedente. Entre ellos hay una bendita relación que nos inculca una enseñanza de gran importancia práctica. Esta enseñanza se puede elaborar en forma sencilla, como sigue: Las maravillosas obras de Dios en el pasado deben profundizar nuestra confianza en él e impulsamos a buscar de sus manos bendiciones y misericordias para el presente. Puesto que con tanta gracia proveyó un Pastor tan grande para las ovejas, puesto que ha sido apaciguado con nosotros (sin que quede rasgo alguno de ira en su rostro), puesto que ha exhibido tan gloriosamente su poder y su justicia trayendo a Cristo de vuelta de la muerte, con toda seguridad podemos contar con que seguirá estando a nuestro favor. Día tras día debemos esperar de él todas las provisiones de gracia que necesitamos. Aquel que resucitó a nuestro Señor es poderoso para vivificarnos a nosotros y hacernos fructíferos para toda buena obra. Por consiguiente, miremos al “Dios de paz” e invoquemos “la sangre del pacto eterno” cada vez que nos acerquemos al trono de misericordia.

Dicho en forma más específica, el que Dios haya traído a Cristo de regreso de la muerte es lo que nos garantiza infaliblemente que va a cumplir todas sus promesas a los elegidos y todas las bendiciones del pacto eterno. Esto queda claro en Hechos 13:32‑34, que dice: “Nosotros les anunciamos a ustedes la buena nueva respecto a la promesa hecha a nuestros antepasados. Dios nos la ha cumplido plenamente a nosotros, los descendientes de ellos, al resucitar a Jesús . . . Dios lo resucitó ... Así se cumplieron estas palabras: [resucitándolo] Yo les daré las bendiciones santas y seguras prometidas a David” (los corchetes son míos). Al resucitar a Cristo, Dios cumplió la gran promesa (que virtualmente contiene la totalidad de sus promesas) que le hizo a los santos del Antiguo Testamento, entregando así una prenda en cuando a la realización y cumpli­miento de todas las promesas futuras, y dándoles vigencia. Las “bendiciones santas y seguras prometidas a David” son las bendiciones que Dios juró en pacto eterno (Is. 55:3). El derramamiento de la sangre de Cristo ratificó, selló, estableció para siempre cada artículo contenido en ese pacto. Al traerlo vuelta de la muerte, Dios ha asegurado a su pueblo que les concede infaliblemente todos los beneficios que Cristo obtuvo para ellos mediante sacrificio. Todas las bendiciones de regeneración, perdón, limpie reconciliación, adopción, santificación, perseverancia y glorificación fueron dadas a Cristo para sus redimidos, y en sus manos están seguras.

Por su obra mediadora, Cristo ha abierto un camino mediante el cual Dios puede conceder, en armonía con toda la gloria de sus perfecciones, todas cosas buenas que fluyen de las perfecciones divinas. Así como el consejo divino determinó que era imprescindible que Cristo muriera para que los creyentes pudieran recibir aquellas “bendiciones santas y seguras”, de la misma forma estableció que su resurrección era igualmente indispensable para que, viviendo en el cielo, nos pudiera impartir esas bendiciones, que eran el fruto de su ago y la recompensa de su victoria. Dios ha cumplido para con Cristo cada uno los artículos acordados en el pacto eterno, es decir, lo trajo de vuelta de muerte, lo exaltó a su mano derecha, lo invistió de honor y gloria, lo sentó en trono del mediador, y le dio un nombre que es sobre todo nombre. Y lo que Dios ha hecho por Cristo, la cabeza, es garantía de que cumplirá también todo lo que ha prometido a los miembros de Cristo. Es glorioso y bendito saber que todo lo nuestro, en esta vida y en la eternidad, depende totalmente de lo que ocurrió entre el Padre y Jesucristo, es decir, que Dios el Padre recuerda y es fiel a sus compromisos con el Hijo, y que nosotros estamos en su mano (Jn. 10:2 30). Cuando la fe realmente hace suyo ese grandioso hecho, todo temo incertidumbre se desvanece; todo alegato y conversación acerca de nuestra indignidad es silenciada. ¡“Digno es el Cordero” se convierte en nuestro tema y en nuestro cántico!

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