miércoles, 26 de diciembre de 2012


EL AMPLIO ESPECTRO DE LA ORACIÓN

Antes de continuar, conviene señalar que en esta serie de estudios no voy a limitarme a las oraciones de los apóstoles que expresan peticiones. sino que abarcaré un espectro más amplio. Debemos recordar que en la Escritura, la oración incluye mucho más que el darle a conocer a Dios nuestras peticiones. Además, en una época caracterizada por la superficialidad y la ignorancia de la religión revelada por D los, los creyentes tenemos necesidad de que se nos instruya en todos los aspectos de la oración. Un texto clave, que nos presenta el privilegio de exponer nuestras necesidades delante del Señor subraya precisamente este aspecto: “No se inquieten por nada; más bien, en toda ocasión con oración y ruego, presenten sus peticiones a Dios y denle gracias” ­(Fil. 4:6, la cursiva es mía). Si no expresamos nuestra gratitud por las misericordias ya recibidas, ni damos gracias a nuestro Padre por concedernos el continuo favor de poder presentarle nuestras peticiones, cómo podremos esperar que nos atienda, para así recibir respuestas de paz? No obstante la oración en su sentido más sublime y pleno transciende la gratitud por los dones recibidos. El corazón se eleva al contemplar al Dador mismo, de modo que el alma se postra ante él en culto y adoración.

Aunque no deberíamos apartamos de la materia que estamos tratando para entrar en el tema de la oración, es preciso señalar que todavía existe otro aspecto que debe preceder a la gratitud y las peticiones. Me refiero al auto­aborrecimiento y a la confesión de nuestra propia indignidad y pecaminosidad. El ser humano debe recordar solemnemente que a quién se acerca en oración, es nada menos que el Altísimo. Ante él, los mismos serafines se cubren el rostro (Is. 62). Aunque la gracia divina ha hecho del cristiano un hijo, todavía sigue siendo una criatura, y como tal está a una distancia infinita e inconcebible del Creador. Es del todo apropiado que uno sienta profundamente esta distancia entre la criatura y el Creador, y que la reconozca tomando ante Dios su lugar en el polvo. Debemos recordar también que, por naturaleza, no somos sólo criaturas sino criaturas pecadoras. De manera que, al inclinamos delante del Santo, tiene que haber algo que sintamos nuestro. Sólo así podremos, con algún sentido y realismo, invocar la mediación y los méritos de Cristo como fundamento de nuestro acercamiento.

Es por esto por lo que, hablando en términos generales, la oración incluye confesión de pecado, peticiones para que nuestras necesidades sean suplidas, y el homenaje de nuestros corazones al Dador mismo. En otras palabras, podemos decir que los principales elementos de la oración son la humillación, la súplica y la adoración. Por tanto, a lo largo de esta serie no sólo esperamos abarcar pasajes como Efesios 1: 16‑19 y 3:14‑21, sino también versículos individuales, tales como 2 Corintios 1:3 y Efesios 1:3. La expresión “bendito sea Dios” es en sí una forma de oración. Esto resulta evidente a partir del Salmo 100:4: “Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con alabanza; alabadle, bendecid su nombre” (RV60). Se podrían dar otras referencias, pero con ésta es suficiente. El incienso ofrecido en el tabernáculo y templo consistía de un compuesto de diversas especias (Ex. 30:34,35); la mezcla de una con otra hacía que el perfume fuese muy fragante y refrescante. El incienso era un tipo de la intercesión que efectuaría nuestro gran Sumo Sacerdote (Ap. 8:3A) y de las oraciones de los santos (Mal. 1:11). De la misma manera, en nuestro acercamiento al trono de la gracia debe haber una mezcla proporcional de humillación, súplica y adoración; no una cosa con la exclusión de otras, sino una mezcla de todas ellas.

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