miércoles, 30 de abril de 2014

Amor Verdadero

por John MacArthur  

¨Todo lo que necesitas es amor¨, esto cantaban los Beatles. Si hubiesen cantado sobre el amor de Dios, la declaración contendría un granito de verdad. Pero lo que la cultura popular suele denominar amor, no es en absoluto un amor auténtico: es un fraude total. Lejos de ser “todo lo que necesitas” es algo que debes evitar a toda costa. 
El apóstol Pablo trata el mismo tema en Efesios 5: 1-3. Pablo escribió: ¨Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos amados. Y caminad en el amor, como también Cristo nos amó, y se entregó por nosotros, en ofrenda y sacrificio flagrantes a Dios. Pero toda inmoralidad sexual, impureza o avaricia, no deben ser nombradas entre vosotros, como es propio de los santos¨. 
La sencilla orden del verso 2 (¨Y andad en amor, como también Cristo nos amó¨) resume toda la obligación moral del hombre cristiano. Después de todo, el amor de Dios es el principio único y primordial que define completamente el deber del cristiano. ¨Todo lo que necesitas¨ es este tipo de amor. Romanos 13:8-10 dice, ¨El que ama a su prójimo, ha cumplido la ley. Los mandamientos se resumen en estas palabras: Amarás a tu prójimo; así que el amor es el cumplimiento de la ley¨. Gálatas 5:14 se hace eco de esta misma verdad: ¨Toda la ley se cumple en una sola palabra: amarás a tu prójimo como a ti mismo¨. De la misma manera Jesús enseñó que todas las leyes y profetas penden de dos principios básicos sobre el amor, como se explica en el primero y segundo mandamiento (Mat. 22: 38-40). En otras palabras, ¨el amor… es el vínculo con la perfección¨ (Col. 3:14NKJV). 
Cuando el apóstol Pablo nos ordena caminar con amor, el contexto revela este concepto en términos positivos, al decirnos que seamos benignos unos con otros, misericordiosos, y nos perdonemos los unos a los otros (Ef. 4:32). El modelo de este amor desinteresado es Cristo, quien nos dio su vida para salvar a su pueblo del pecado. ¨No hay amor más grande que éste, que el que ofrece su vida por sus amigos¨ (Juan 15:13). Y ¨si Dios nos amó así, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros. (1 Juan 4:11). 
En otras palabras, el amor verdadero es siempre un sacrificio, una entrega, es misericordioso, compasivo, comprensivo, amable, generoso y paciente. Estas y muchas otras cualidades positivas y benévolas son las que las Escrituras asocian con el amor divino (Ver 1 Cor. 13:4-8). 
Pero fijaos en el lado negativo, reflejado asimismo en el contexto de Efesios 5. La persona que verdaderamente ama a otros como Cristo nos ama debe rechazar todo tipo de amor falso. El apóstol Pablo nombra algunas des estas falsificaciones satánicas. Éstas incluyen la inmoralidad, la impureza y la codicia. El pasaje continúa: ¨ Que no exista la suciedad, las habladurías, ni las bromas pesadas fuera de lugar, y en vez de esto demos las gracias. Pues puedes estar seguro de que, todo aquél que es sexualmente sucio, impuro o codicioso(es decir, un idólatra) no tiene cabida en el reino de Cristo y de Dios. No dejes que nadie te mienta con palabras vacías, porque por estas cosas la ira de Dios cae sobre los hijos desobedientes. Así que no te asocies con ellos ¨ (VV. 4-7). 
En nuestra generación la inmoralidad es el sustituto preferido del amor. El apóstol Pablo usa el término griego porneia, el cual incluye todo tipo de pecado sexual. La cultura popular intenta desesperadamente difuminar la línea que separa el amor verdadero de la pasión inmoral. Pero dicha inmoralidad es una perversión total del amor verdadero, pues busca la auto gratificación, en lugar del bien de los demás. 
La impureza es otra perversión diabólica del amor. Aquí Pablo emplea el término griego akatharsia, el cual se refiere a todo tipo de suciedad e impureza. Específicamente, Pablo tiene en mente ¨la suciedad¨, ¨las habladurias¨ y ¨las bromas pesadas¨ que son las características particulares del compañerismo malvado. Este tipo de camaredería no tiene nada que ver con el amor verdadero, y el apóstol afirma llanamente que no tiene lugar en el camino del cristiano.
La codicia es otra corrupción del amor que se origina en el deseo narcisista de auto gratificación. Es justo lo contrario del ejemplo que dio Cristo cuando ¨se entregó a Sí Mismo por nosotros¨ (v.2). En el Verso 5 Pablo iguala la codicia con la idolatría. Una vez más esto no tiene lugar en el camino del hombre cristiano, y según el Verso 5, la persona que es culpable de tal pecado, ¨No tiene lugar en el reino de Cristo y de Dios”.
Tales pecados, como afirma Pablo, “ni siquiera deben ser nombrados entre vosotros, como es propio de los santos”(V.3). Con aquellos que practican estas cosas, nos dice, ¨No os relacionéis¨ (V.7).
En otras palabras, no estamos demostrando el amor verdadero a menos que seamos intolerantes con todas las perversiones populares del amor. 
Estos días la mayoría de las charlas sobre el amor ignoran este principio. ¨El Amor¨ se ha vuelto a definir como una amplia tolerancia hacia el pecado, abrazando el bien y el mal por igual. Esto no es amor, es apatía. 
El amor de Dios no es así en absoluto. Recordad, la manifestación suprema del amor de Dios es la Cruz, donde Cristo ¨Nos amó y se entregó por nosotros, una ofrenda y un sacrificio flagrantes a Dios (V.2). Aunque las Escrituras nos explican el amor de Dios en términos de sacrificio, expiación de los pecados y propiciación: ¨En esto reside el amor, no en que hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su hijo para que fuese la propiciación por nuestros pecados¨ (1 Juan 4:10). En otras palabras, Cristo se convirtió en un Sacrificio para desviar la ira de un dios ofendido. Lejos de perdonar nuestros pecados con una tolerancia benigna, Dios dio a su hijo como ofrenda por el pecado, para satisfacer su propia ira y justicia en la salvación de los pecadores. 
Esto es el corazón del Evangelio. Dios manifiesta su amor de una manera que confirma su santidad, justicia y misericordia sin compromiso. El amor verdadero ¨no se regocija en hacer el mal, sino que se regocija en la verdad¨ (1 Cor. 13:6). Éste es el tipo de amor en el que se nos anima a caminar. Es un amor que primero es puro, y luego pacífico. 
Cómo Pasar el Día con Dios

por

RICHARD BAXTER 

Una vida santa es propensa a hacer más fácil cuando sabemos la secuencia y método de nuestras responsabilidades con todas las cosas acomodándose en su lugar apropiado. Por lo tanto, os daré algunas breves directrices para pasar el día de una manera santa. 
El Dormir 
Mide apropiadamente el tiempo de tu sueño de manera que no malgastes tus preciosas horas de la mañana de forma lenta y pesada en tu cama. Que el tiempo de tu sueño se corresponda con tu salud y trabajo, y no con el placer perezoso. 
Primeros Pensamientos 
Haz que Dios tenga tus primeros pensamientos al despertarte; levantad vuestros corazones a Él de manera reverente y con acción de gracias por el descanso disfrutado la noche anterior y entregaos vosotros mismos a Él por el día que continúa. 
Familiarízate de manera tan consistente con esto que tu conciencia pueda inspeccionarte cuando los pensamientos comunes se entrometan de primeros. Piensa en la misericordia del descanso de una noche y de cuántos han pasado esa noche en el Infierno; cuántos en prisión; cuántos en alojamientos fríos y duros; cuántos sufriendo de dolores y enfermedades agonizantes, cansados de sus lechos y de sus vidas. 
Piensa en cuántas almas fueron llamadas de sus cuerpos esa noche para aparecer aterrados ante Dios y, ¡piensa en cuán rápidamente pasan los días y las noches! ¡Con cuánta rapidez se fue tu noche pasada y vendrá tu día de mañana! Pon atención de aquello que le está faltando a tu alma en preparación para tal tiempo y búscalo sin demora. 
Oración 
Que la oración que haces a solas (o con tu cónyuge) tome lugar antes de la oración colectiva de la familia. Si es posible que sea de primero, antes que cualquier trabajo del día. 
Adoración en Familia 
Que la adoración en familia se realice de manera consistente en un momento cuando sea más probable para la familia el estar libre de interrupciones. 
Propósito último 
Recuerda tu propósito último, y cuando te dispongas para tu día de trabajo o emprendas cualquier actividad en el mundo, que la SANTIDAD AL SEÑOR esté escrita en vuestros corazones en todo lo que hagan. 
No hagas ninguna actividad sobre la cual no puedas dar derechos a Dios, y di verdaderamente que Él te ha establecido en ello, y no hagas nada en el mundo para ningún otro propósito último que no sea agradar, glorificar y disfrutar de Él. “Hacedlo todo para la gloria de Dios.” – 1 Corintios 10:31. 
Diligencia en Vuestro Llamado 
Dedícate a las tareas de tu llamado de manera cuidadosa y diligente. De esta forma: 
Mostraréis que no sois perezosos ni siervos de vuestra carne (como aquellos que no pueden negarla con facilidad), y así fomentarás el poner a la muerte todos los deseos y pasiones carnales que son alimentados por la facilidad y la holgazanería. 
Mantendrás alejados los pensamientos ociosos de tu mente, que pululan en las mentes de las personas frívolas. 
No perderás tiempo precioso, algo de lo cual las personas frívolas son culpables diariamente. 
Estarás camino de obedecer a Dios mientras que los perezosos se encuentran en constantes pecados de omisión. 
Puedes tener más tiempo para pasarlo en deberes santos si te dedicas a tu ocupación de manera diligente. Las personas frívolas no tienen tiempo para la oración y la lectura porque pierden tiempo vagando en su trabajo. 
Puedes esperar la bendición de Dios y su provisión confortable tanto para ti como para tu familia. 
Esto también puede estimular la salud de tu cuerpo el cual incrementará su competencia para el servicio de vuestra alma. 
Las Tentaciones y las Cosas que Corrompen 
Mantente totalmente al corriente de tus tentaciones y de las cosas que puedan corromperte – y vigílalas durante todo el día. Debieses vigilar, de manera especial, las cosas más peligrosas que corrompen, y aquellas tentaciones que tu compañía o negocio inevitablemente pondrán ante ti. 
Vigila los pecados dominantes de la incredulidad: la hipocresía, el egoísmo, el orgullo, la complacencia de la carne y el amor excesivo por las cosas terrenales. Ten cuidado de ser arrastrado hacia la mentalidad mundana y a las preocupaciones excesivas, o de planes codiciosos para descollar en el mundo, bajo la pretensión de diligencia en tu llamado. 
Si has hacer tratos o comerciar con otros, sé vigilante en contra del egoísmo y todo lo que huela a injusticia o falta de caridad. En todos tus tratos con otros, mantente vigilante contra la tentación de la charla vacía y frívola. Vigila también a aquellas personas que te tentarán a la ira. Mantén la modestia y la limpieza del lenguaje que requieren las leyes de la pureza. Si conversas con aduladores, mantente en guardia contra el orgullo hinchado. 
Si conversas con aquellos que te desprecian y hieren, fortalécete en contra del orgullo vengativo e impaciente. 
Al principio estas cosas serán muy difíciles, mientras el pecado tenga alguna fuerza en ti, pero una vez que hayas alcanzado una conciencia continua del peligro venenoso de cualquiera de estos pecados, tu corazón los evitará fácilmente y de buena gana. 
Meditación 
Cuando te encuentres solo en tus ocupaciones, mejora el tiempo con meditaciones prácticas y benéficas. Medita en la bondad y en las perfecciones infinitas de Dios; en Cristo y la redención; en el Cielo y en cuán indigno eres de ir allí y cómo mereces la miseria eterna en el Infierno. 
El Único Motivo 
Cualquier cosa que estés haciendo, acompañado o solo, hazlo todo para la gloria de Dios (1 Corintios 10:31). De otra forma, es algo inaceptable para Dios. 
Redimiendo el Tiempo 
Asígnale un gran valor a tu tiempo, sé más cuidadoso de no perderlo como lo eres de no perder tu dinero. No dejes que las recreaciones sin valor, la televisión, la charla frívola, la compañía poco provechosa, o el sueño, te roben tu precioso tiempo. 
Sé más cuidadoso en escapar de esa persona, acción o curso de vida que te robaría tu tiempo de lo que serías en escapar de ladrones y asaltadores. 
Asegúrate que no estés meramente ocupado, sino más bien que estás usando tu tiempo en la manera más provechosa que puedas y no prefieras un camino menosprovechoso ante uno de mayor provecho. 
Comer y Beber 
Come y bebe con moderación y agradecimiento por la salud, no por placer sin provecho. Nunca complazcas tu apetito por la comida o la bebida cuando sea propensa a perjudicar tu salud. 
Recuerda el pecado de Sodoma: “He aquí que esta fue la maldad de Sodoma tu hermana: soberbia, saciedad de pan, y abundancia de ociosidad tuvieron ella y sus hijas” – Ezequiel 16:49. 
El Apóstol Pablo lloraba cuando mencionaba a aquellos “enemigos de la cruz de Cristo... el fin de los cuales será perdición, cuyo dios es el vientre, y cuya gloria es su vergüenza; que sólo piensan en lo terrenal” – Filipenses 3:18-19. Porque si vivís conforme a la carne, moriréis (Romanos 8:13). 
Pecados Predominantes 
Si alguna tentación prevalece en tu contra y caes en cualquier pecado además de las fallas habituales, laméntalo inmediatamente y confiésalo a Dios; arrepiéntete rápidamente cualquiera que sea el costo. Ciertamente que te costará más si continúas en el pecado y permaneces sin arrepentirte. 
No trates de manera trivial tus fallas habituales, sino confiésalas y lucha contra ellas diariamente, teniendo cuidado de no agravarlas por la falta de arrepentimiento y el desprecio. 
Relaciones 
Acuérdate cada día de las obligaciones especiales de las varias relaciones: sea como esposos, esposas, hijos, jefes, siervos, pastores, magistrados, súbditos. 
Recuerda que toda relación tiene su responsabilidad especial y su ventaja para hacer algún bien. Dios requiere tu fidelidad en este asunto lo mismo que en cualquier otro deber. 
Cerrando el Día 
Antes de regresar a dormir, es sabio y necesario revisar las acciones y bendiciones del día que ya va pasando, para que podáis estar agradecidos por todas las misericordias especiales y humildes por todos tus pecados. 
Esto es necesario para que puedas renovar tu arrepentimiento lo mismo que vuestra resolución de obedecer, y para que podáis examinaros vosotros mismos para ver si vuestra alma se hizo mejor o peor, si el pecado ha bajado y la gracia ha subido y si estáis mejor preparados para el sufrimiento, la muerte y la eternidad. 
Que estas directrices puedan grabarse en tu mente y que se hagan la práctica diaria de tu vida. 
Si te adhieres con sinceridad a ellas, te conducirán a la santidad, la fructificación y la quietud de tu vida y te añadirán una muerte confortable y pacífica. 

La Verdadera Esencia del Avivamiento

Por Charles Haddon Spurgeon
Predicador Bautista del “Tabernáculo Metropolitano” de Londres
(1834-1892)
     
Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. EFESIOS 2:8,9.     


Nota del Traductor 
Con dolor vemos que muchísmas iglesias carecen de la vitalidad necesaria para cumplir con la comisión que les fue encomendada por el Señor y algunas otras están siendo arrastradas por un “falso avivamiento” basado en el emocionalismo. Esta reflexión, escrita hace más de cien años da justo en el clavo con respecto a lo que necesitan las iglesias de Dios y en general los que profesan el Cristianismo. 

Alexander León J.


Avivamiento espiritual, La necesidad de la Iglesia.
“Oh Jehová, aviva tu obra, en medio de los tiempos” Habacuc 3:2

La religión verdadera es obra de Dios: es pre-eminentemente así. Si Él fuera a seleccionar de entre sus obras aquella que Él estima más, sin duda seleccionaría la verdadera religión. Él considera la obra de gracia aun más gloriosa que las obras de la naturaleza; y por lo tanto tiene cuidado de que esto sea conocido. Así que si alguien se atreve a negar esto, tendrá que enfrentarse a repetidos testimonios que demuestran que así es, que Dios es verdaderamente del autor de Salvación en el mundo y en los corazones de los hombres, y que la religión verdadera es el efecto de la gracia, y que es obra de Dios. Creo que el Eterno perdonaría antes el pecado de atribuir la creación del cielo y de la tierra a un ídolo, que el pecado de atribuir las obras de gracia a los esfuerzos de la carne, o a cualquier cosa aparte de Dios mismo. Es un pecado de gran magnitud suponer que hay algo en el corazón del hombre aceptable delante de Dios, a excepción de aquello que Dios mismo ha creado primero en él. Cuando se niega la obra de Dios en la creación del sol, se niega una verdad; pero cuando se niega que Él es quien realiza la obra de gracia en el corazón, se están negando cientos de verdades en una; porque la negación de esta gran verdad, que Dios es el autor del bien en las almas de los hombres, se están negando todas las doctrinas que sostienen los grandes artículos de fe, porque si hay algo en nuestras almas que nos puede llevar al cielo es la obra de Dios, y más aún, si ha de haber algo de bueno y excelente en Su iglesia, esto es completamente obra de Dios, de principio a fin. Creemos firmemente que es Dios quien despierta el alma que estaba muerta, verdaderamente muerta “en delitos y pecados”; que es Dios quien mantiene la vida de esa alma, y Dios quien consuma y perfecciona esa vida ahora y para siempre. No atribuimos méritos al hombre, solo a Dios. No nos atrevemos ni por un momento a concebir que hay métodos y medio que se puedan utilizar, excepto la obra de Dios, quien es el Alfa y la Omega, todo es del Señor. En consecuencia pensamos que hacemos lo correcto al aplicar la obra de la gracia divina, tanto en el corazón como en la iglesia; y entonces no encuentro otro texto más apropiado para el tema que tratamos que este: “¡Oh, Jehová, aviva tu obra!”

Primero, amados, confiando en que el Espíritu de Dios me ayudará, me dedicaré a aplicar el texto a nuestra alma de forma personal, y luego al estado de la iglesia en forma extensa, porque de cierto necesita que el Señor avive Su obra en media de ella. 

I. Primero entonces a NOSOTROS MISMOS. Debemos empezar en el hogar. Muy frecuentemente queremos castigar a la iglesia, cuando la disciplina debería ser puesta sobre nuestros propios hombros. Vestimos a la iglesia como a un reo, la llevamos a juicio y queremos ejecutar sentencia sobre ella; le amarramos las manos, y despellejamos su temblorosa carne – encontrando faltas en ella cuando no la hay, y magnificando sus pequeños errores; cuando nosotros con demasiada frecuencia olvidamos los nuestros. Entonces, empecemos con nosotros mismos, recordando que somos parte de la iglesia, y que nuestra propia necesidad de avivamiento personal es la causa en gran medida del avivamiento en la iglesia en mayor escala.

Ahora, yo responsabilizo directamente a la gran mayoría de los Cristianos profesos – y me responsabilizo a mí mismo también – con la necesidad de un avivamiento de piedad en estos días. Creo que la gran masa de Cristianos en esta edad necesitan un avivamiento, y mis razonamientos son estas:

En primer lugar, miremos la conducta y conversación de muchos de los que profesan ser hijos de Dios. Es muy dañino para un hombre que ocupa el sagrado lugar de un púlpito adular a sus oyentes, y por lo tanto no haré tal cosa. La evidencia la tienen ustedes que se unen con iglesias Cristianas, y en la práctica van contra su profesión de fe.

Se ha vuelto muy común en estos días unirse a una iglesia; ir donde se encuentren Cristianos profesos y sentarse a la mesa del Señor, ya sea aquí o allá; pero ¿hay menos engaños de los que había antes? ¿Se cometen menos fraudes? ¿Se nota un mayor grado de moralidad? ¿Será que los vicios ya casi se han eliminado? No, no es esto lo que vemos. Esta época es tan inmoral como cualquier otra anterior a ella; todavía hay mucho pecado, aunque talvez esté tapado o escondido. La parte externa del sepulcro puede ser que esté más blanca; pero por dentro; los huesos están tan carcomidos como antes. Aquellos hombres que, en las revistas populares nos presentan una imagen de la vida en Londres, no tienen por qué modificar la verdad, podemos creerles – no tienen motivo para mentir; Y la imagen que nos dan con respecto a la moralidad de esta gran ciudad es devastadora. Está llena de criminales, llena de pecado; y digo que si todas las profesiones de fe que se hacen en Londres fueran verdaderas, no habría lugar para tantos lugares impíos como lo hay; no podría ser de ningún modo. Hermanos míos esto es conocido de todos, y el que lo niegue hablaría con falsedad, ya que lamentablemente no es garantía suficiente para medir la honestidad de un hombre el hecho de que pertenece a una iglesia, como debería de ocurrir. Esto es algo difícil de reconocer para los ministros Cristianos, pero si no lo decimos nosotros, y si los amigos no lo dicen, los enemigos lo harán; y es preferible que hablemos la verdad entre nosotros, y que se sepa que nos avergonzamos de esta situación, que los de afuera se enteren que negamos lo que deberíamos reconocer. Oh, señores, las vidas de muchos miembros de iglesias Cristianas proporcionan una grave causa para sospechar que no hay nada de bondad en ellas! ¿Por qué ese afán por conseguir dinero? ¿Por qué esa avaricia y codicia? ¿Por qué ese deseo de seguir el estilo y las maneras de un mundo malvado? ¿Por qué ese olvido de las necesidades de los pobres, ese mal trato a los obreros, y cosas similares, - Si los hombres son lo que profesan ser? Dios en el Cielo sabe que lo que estoy hablando es cierto, y muchísimos aquí lo saben también. Si fueran Cristianos al menos deberían anhelar el avivamiento; si es que hay vida en ellos, es solo una chispa que debe estar cubierta por montones de ceniza; tendrán que atizarla, Ay! Y también necesita removerse, para ver si, felizmente, algunas de las cenizas se apartan y la chispa puede encender. La iglesia quiere avivamiento en las personas de sus miembros. Los miembros de iglesias Cristianas no son ya lo que una vez fueron. Ahora está de moda ser religioso; ya no hay persecución como antes; y... Ah! Bueno ya casi lo dije: las puertas de la iglesia parece que también fueron quitadas con la persecución. La iglesia está, con pocas excepciones, del todo sin puertas; sus hijos vienen y van, salen y entran, del mismo modo como entran y salen de la Catedral de San Pablo, y lo hacen un lugar de paso, en vez de considerarla un lugar sagrado, santificado al Señor, y para la excelencia de la tierra, en el cual Dios tiene su deleite. Si este no es su caso personal, entonces no tiene de qué arrepentirse, ni tiene que confesar su pecado, pero si esta es su situación, Oh, humíllese bajo la poderosa mano de Dios; pídale que lo pruebe y lo lleve a cuentas, y si usted no es su hijo que le ayude a renunciar a su profesión falsa, para que no sea su ridícula vestimenta de muerte, su ropa de gala barata para ir al infierno. Si usted es Suyo, pídale que le dé más gracia, de modo que puede renunciar a la falsedad y a las necedades, y volverse a Él con verdadero propósito de corazón, como efecto de una piedad avivada en su alma.

En los casos donde la conducta y la profesión de los Cristianos es consistente, permítanme hacer una pregunta, ¿No es cierto que la conversación de muchos profesores de Biblia nos hace dudar del fruto de su piedad, o al menos nos impulsa a orar para que su piedad sea avivada? ¿Han notado la conversación de muchos que se llaman a sí mismos Cristianos? Podríamos vivir con ellos desde el primero de enero hasta el final de diciembre, y nunca tendríamos queja de que hablan mucho de religión, porque ni siquiera la mencionan. Escasamente mencionan el nombre del Señor. En la tarde del día del Señor se habla de sobre de los ministros de la iglesia, se les encuentran faltas tanto a este como a aquel, y se hacen toda clase de conversaciones, que podrían llamarse “religiosas”, porque tienen que ver con lugares religiosos. Pero ¿hablan alguna vez los que van a las iglesias, de lo que se dijo y se hizo, y de lo que el ministro sufre por el rebaño? ¿Recibe usted alguna vez el saludo de su hermano que le dice: “Amigo, ¿cómo prospera tu alma?" Cuando entramos en la casa de nuestros hermanos, ¿tenemos el interés principal de hablar de la verdad de Dios? ¿Piensan que Dios se asomará desde el Cielo para escuchar la conversación de su iglesia, como está escrito que “El Señor se inclinó y oyó, y fue escrito un libro en memoria para aquellos que temen a Jehová y que meditan en su nombre?" Yo declaro solemnemente, porque lo he observado detenidamente, y creo que imparcialmente, que la conversación de los Cristianos, aunque no se puede tachar de inmoral, sí se puede tachar por su calidad de Cristianismo. Hablamos muy poco de nuestro Señor y Dueño. La palabra “sectarios” ha calado tanto en medio nuestro, que no podemos mencionar a Cristo, para no ser tachados de sectarios. Yo soy un sectario entonces, y espero serlo hasta el día que muera, y me glorío en ello; porque no puedo entender cómo, en nuestros días, un hombre puede ser un Cristiano, verdadera y sinceramente, sin siquiera intentar merecer para sí mismo este título. ¿Por qué no hablamos de esta doctrina? Porque es posible que otros no crean así, o aún nieguen estas verdades; y preferimos la comodidad de conversaciones en las cuales todos estamos de acuerdo, y estos tópicos serán pues cosas mundanas y no espirituales. ¿No es esto cierto? ¿Y no es un triste pecado de nuestra parte, que tengamos que estar orando: “Señor, aviva tu obra en mi alma, para que mi conversación sea más semejante a la de Cristo, sazonada con sal, y dirigida por el Espíritu Santo”?

Aún una tercera observación. Hay algunos cuya conducta es todo lo que podríamos desear, su conversación es en gran parte relacionada con el evangelio, tiene sabor a la verdad; pero aún ellos han de confesar una tercera responsabilidad o culpa, la cual con dolor cargo sobre mí mismo; cual es, que hay muy poca comunión real con Cristo Jesús. Si por la gracia de Dios hemos sido capacitados para mantener una conducta tolerablemente consistente, y no se nos puede culpar de algo, cuánto tenemos que llorar por nosotros mismos, por falta de aquella santa comunión con Jesús que es la verdadera marca de un verdadero hijo de Dios, hermanos míos. Permítanme preguntarles: ¿Hace cuánto que han experimentado una visita de Jesús en la intimidad, de manera que puedan decir, “Mi amado es mío, y yo soy Suyo, Él apacienta en medio de los lirios?” ¿Hace cuánto que “él le llevó a la casa del banquete, y su bandera sobre usted fue amor?” Talvez algunos de ustedes puedan decir, “Esta mañana le vi; contemplé su rostro con alegría, y fui alentado con su faz”. Pero temo que la mayor parte tendrá que decir, “Ah, señor, por meses he estado sin recibir el brillo de su rostro.” ¿Qué han estado haciendo entonces? Y ¿cuál ha sido el camino que han estado llevando? ¿Han gemido entonces cada día? ¿Han llorado cada minuto por ser esto así? “No!” Y deberían haberlo hecho. No puedo entender cómo nuestra piedad puede brillar de forma alguna, si no vemos la luz de Cristo y seguimos contentos como si nada. Sí es posible que los Cristianos pierdan a veces la comunión con Jesús; la conexión entre ellos mismos y Cristo puede afectarse severamente a veces, en cuanto a lo que los sentimientos les dictan; pero ellos han de lamentar y llorar esta pérdida de comunión con Dios. ¡Cómo puede ser! ¿Es Cristo tu Hermano, y vive Él en tu casa, y no has pasado tiempo en conversación verdadera con Él? Me parece que hay poco amor entre tú y tu Hermano, puesto que no has tomado el tiempo para compartir con Él en todo este tiempo. ¡Cómo puede ser! ¿Es Cristo el esposo de su iglesia, y no tiene ella comunión con Él? Hermanos míos, no quiero condenarlos, no quiero juzgarlos, pero por favor dejen que su misma conciencia hable dentro de ustedes. Mi conciencia hablará y así debe hablar la de ustedes. ¿No nos hemos olvidado de Cristo? ¿No hemos vivido demasiado sin tomarlo en cuenta? ¿No hemos estado bien contentos con el mundo, en vez de tener deseo por Cristo? ¿No hemos sido todos nosotros esa oveja querida, que ha bebido de la copa de su amo y se ha alimentado de su mesa? Entonces, ¿cómo es que preferimos irnos a alimentarnos lejos a las montañas, en vez de venir al hogar? Me temo que muchos de los pesares de nuestro corazón provienen de nuestra falta de comunión con Jesús. No muchos de nosotros somos la clase de hombres que, al vivir cerca de Jesús, conocen sus secretos. Oh! No; vivimos tan lejos de la luz de su rostro; y tan felices lejos de Él. Hagamos pues juntos esta oración, porque estoy seguro de que la necesitamos en alguna medida: “O Jehová, aviva tu obra!” Ay! Pero me parece escuchar por ahí a algún profesor decir: “señor, yo no necesito ningún avivamiento en mi corazón; soy todo lo que quiero ser”. ¡Arrodílllense hermanos míos! ¡Doblen sus rodillas por el que así piense! Él es el que necesita más oración de todos. Dice que no necesita avivamiento en su alma; pero necesita un avivamiento en su humildad, en cualquier medida. Si supone que él es todo lo que debe ser, y reconoce que es todo lo que quisiera ser, entonces su noción del Cristianismo es bastante pobre, o de lo que debe ser un Cristiano, además de ideas muy inadecuadas de sí mismo. Porque los que están en mejor condición espiritual, aún así desean avivamiento, y reconocen su situación y gimen por ella.

Ahora que creo que he argumentado con suficientes pruebas mi queja; permítanme notar en el texto algo que todos nosotros tenemos. No solo hay mal implícito en las palabras – “O Jehová, aviva tu obra”; más bien es evidente. Habacuc sabía cómo clamar. Oh Jehová, decía él, “aviva tu obra!”, Ah, y hay muchos de nosotros que queremos ver avivamiento, pero pocos de nosotros tenemos un verdadero sentimiento de necesidad por Él. Es una bendita marca de la vida interior, cuando sabemos cómo lamentar nuestro alejamiento del Dios viviente. Es fácil encontrar por cientos, a los que se han apartado, pero con dificultad hallamos a los que de verdad lamentan haberse alejado. El verdadero creyente, sin embargo, cuando se da cuenta que necesita avivamiento, no se sentirá feliz; sino que comenzará esa continua e incesante necesidad de clamar a Dios, el cual finalmente escuchará, y traerá la bendición del avivamiento sobre él. Este creyente no parará durante días y noches, no tendrá descanso, siempre clamando “¡Oh, Jehová, aviva tu obra!”

Permítanme mencionar algunos tiempos de clamor, que siempre ocurrirá al Cristiano que necesita avivamiento. Estoy seguro de que clamará siempre, cuando mire lo que el Señor ha hecho en su vida desde antes. Cuando medite en los montes Mizar y Hermón, aquellos lugares donde el Señor se le ha aparecido, diciendo, “Con amor eterno te he amado”, estoy seguro de que el Cristiano no puede recordar esas épocas sin derramar lágrimas. Si es lo que debe ser como Cristiano, o si piensa que no está en una correcta condición, siempre llorará al recordar el amor bondadoso de Dios que le ha sido mostrado en el pasado. Oh, siempre que el alma ha perdido la comunión con Jesús, no puede soportar recordar los “carruajes de Aminadab”; no puede pensar en “la casa del banquete”, porque hace tiempo que no ha estado allí; y cuando piensa en ello ha de decir,

“Las horas de paz que entonces disfruté,
cuán dulce memoria aún guardan.
Pero han dejado un vacío doloroso 
Que el mundo jamás podrá llenar”

Cuando escucha un sermón que se relaciona con la gloriosa experiencia del creyente que está en estado saludable, querrá tapar sus oídos y decir, “Ah! Esa fue mi experiencia una vez; pero aquellos días felices han pasado. El sol se ha puesto; aquellas estrellas que una vez alumbraron mi oscuridad se han ido; Oh! Si yo pudiera sostenerlo de nuevo; Oh! Si yo pudiera ver su rostro una vez más!; Oh! Anhelo aquellas dulces visitas de lo alto; Si esta es tu situación, te sentarás por los ríos de Babilonia y llorarás. Llorarás al recordar cuando subías a Sión – cuando el Señor era precioso para ti, cuando Él llenaba tu corazón de la plenitud de Su amor. Aquellos tiempos serán tiempos de clamor, cuando recuerdes “las lágrimas en la mano derecha del Altísimo”.

También, para un Cristiano que desea avivamiento, las ordenanzas serán momentos de clamor. Subirá a la casa de Dios; pero dirá cuando salga, “Ah! Qué cambio tan terrible! Antes iba con la muchedumbre que guarda el día del Señor y lo santifica como precioso. Al elevar las canciones mi alma tenía alas, y arriba subía teniendo su nido en las estrellas; cuando se ofrecía la oración, yo podía decir con devoción, ‘Amén’; pero ahora, el predicador da el sermón como antes, mis hermanos se edifican como antes; pero el sermón me parece seco, sin sentido. No está la falta en el predicador, la falta está en mí mismo. El himno es el mismo – la misma dulce melodía, como armonía pura; pero mi corazón está pesado; las cuerdas de mi arpa se han reventado, y no puedo cantar”; y aquél Cristiano volverá a los benditos medios de gracia, suspirando y sollozando, porque sabe que desea avivamiento. De forma específica, en la Cena del Señor pensará, cuando se siente a la mesa, “Oh! Qué bellas temporadas tuve aquí antes! Al partir el pan y beber el vino que mi Señor me presenta.” Añorará los tiempos en que su alma era llevada como al séptimo cielo y se convertía la casa verdaderamente en “casa de Dios y puerta del cielo”. Pero ahora, dice, “es pan, solo pan seco para mí; es vino, vino sin sabor, sin dulzura alguna del paraíso en él; Bebo, pero en vano. No estoy pensando en mi Cristo. Mi corazón no se levanta; mi alma no eleva pensamientos como debería acerca del Él!” y entonces el Cristiano comenzará a clamar de nuevo – “Oh, Jehová, aviva tu obra!”

Pero no los detendré más en este asunto. A aquellos entre ustedes que saben que son de Cristo, pero sienten que no están en la condición que desean, porque no le aman lo suficiente, y no tienen aquella fe en Él que deserían tener, solo les preguntaría: ¿Se lamenta usted de esto? ¿Puede clamar ahora? Cuando siente que su corazón está vacío - ¿se trata de un vacío que duele? Cuando siente que sus ropas están sucias - ¿puede lavarlas con sus lágrimas? Cuando piensa que su Señor se ha ido - ¿levanta usted la bandera negra del duelo y grita, “Oh, mi Jesús! Oh, mi Jesús! No me dejes? Si no hace esto, entonces le exhorto a que lo haga. Hágalo, hágalo; y quiera el Señor darle la gracia para continuar haciéndolo, hasta que venga el momento en que su alma reviva.

Y recuerde, en último lugar, con respecto a este punto, que el alma, cuando de verdad es traída a reconocer su propio estado, por causa de su alejamiento de Dios, nunca disfrutará a menos que clame y se vuelva en oración y ruego, y hasta que no ore como estamos diciendo: “Oh, Jehová, aviva tu obra”. Algunos de ustedes dicen talvez, “sí señor, siento mi necesidad de avivamiento, y tengo la intención de comenzar esta tarde, en cuanto salga de aquí, de revivir mi alma” NO lo diga, y, sobre todo, no trate de hacerlo, porque nunca lo logrará. No tome decisiones con respecto a lo que va a hacer; sus buenos propósitos van a quebrarse en cuanto los formule, y sus propósitos mal logrados solo servirán para aumentar el número de sus pecados. Yo les exhorto, en vez de tratar de avivar sus propias almas, ríndanse en oración. No digan, “Me voy a avivar”, más bien clamen “Oh, Señor, aviva tu obra!” Y déjenme decirles esto con toda solemnidad, ustedes nunca se habrían percatado de la triste situación de sus almas y de cuánto se han alejado de Dios, hasta que ustedes mismos hablen de la necesidad personal de avivamiento. Un soldado herido en batalla no se cura a sí mismo sin tener medicina, ni va a un hospital por sí mismo cuando ha sido herido en la batalla. Esto es lo mismo que pensar que usted se puede reavivar a sí mismo sin la ayuda de Dios. Te advierto que no lo intentes, no busquen hacer cosa alguna para reavivar sus almas, hasta que hayan reconocido que lo primero que se debe hacer es dirigirse al Señor en humilde oración suplicando Su poder – si usted no ha clamado “Oh, Jehová, aviva tu obra”
Recuerde, es Aquel que primero le dio vida, el mismo que lo puede mantener con vida; y Aquel que lo ha mantenido con vida ha de restaurar su vida también. Aquel que lo ha preservado de caer en el fondo del abismo, cuando sus pies casi han resbalado, es el único que puede ponerlo sobre la roca, y establecerte con seguridad. Comience, entonces, por humillarse renunciando a toda forma de auto-confianza o esperanza de reavivarse a sí mismo como Cristiano, en vez de esto, hay que empezar con firme oración y sincera súplica delante de Dios: “Oh, Señor, lo que yo no puedo hacer, hazlo tú! Oh, Jehová, aviva tu obra!”

II. Y ahora seguiré con la segunda parte del asunto, sobre el cual debo ser más breve. En LA IGLESIA MISMA, vista como un cuerpo, esta plegaria debe ser un solemne e incesante ruego: “Oh, Jehová, aviva tu obra!”

En la era presente hay un triste descenso en la vitalidad de la piedad. Esta edad se ha vuelto la edad de las formas, en vez de la edad de la vida. Volvamos unos cien años atrás cuando se puso la primera piedra para construir este edificio donde adoramos a Dios. Eran los días de la vida divina, y del poder, enviado de lo alto. Dios revistió a Whitefield de poder: él predicaba con una majestad y una fuerza que pocos serían capaces de reproducir; no porque fuera él algo en sí mismo; sino porque Su Amo le dio estos dones. Después de Whitefield vinieron varios grandes y santos hombres. Pero ahora, señores, hemos caído en los malos tiempos. Ya casi no hay hombres en este mundo; ya casi no quedan. Casi no tenemos hombres en nuestro gobierno que manejen las políticas correctamente y casi tampoco con respecto a la religión. Tenemos quienes realizan las tareas, y de forma externa todo parece seguir la forma antigua, pero los hombres que se atrevían a ser singulares, es decir singulares en el sentido de que querían hacer lo correcto y aborrecían la impiedad, ya casi no se ven. En comparación con la era puritana, ¿dónde están nuestros maestros en Biblia y rectores? Aquellos Howes, aquellos Charnocks. ¿Podríamos juntar tantos nombres como antes que se podían listar más de cincuenta a la vez? No lo intentaría. Tampoco podríamos traer aquella galaxia de gracia y talento que siguió a Whitefield. Pensemos en Rowland Hill, Newton, Toplady, Doddridge, y tantos otros que no habría tiempo de mencionar. Se han ido, se han ido; Sus venerables cenizas duermen en el polvo, y dónde están sus sucesores? Preguntemos ¿Dónde? Y el eco nos responderá ¿Dónde? No hay ninguno. Sucesores de estos hombres, ¿dónde están? No los ha levantado Dios aun, y si lo ha hecho, no los habéis encontrado. Hay predicación, y ¿qué es esto? “Oh, Señor, ayuda a tu siervo a predicar, y enséñale por medio del Espíritu lo que debe decir.” Luego se lee el sermón. Un insulto al Altísimo Dios! Tenemos predicaciones pero de esta clase. Esto no es predicación. Esto es hablar muy bonito y muy finamente, con gran elocuencia, digamos en el sentido mundanal, pero ¿dónde está la predicación verdadera, como la de Whitefield? ¿Han leído alguna vez alguno de sus sermones? Ustedes no lo considerarían elocuente; más bien sus expresiones eran rudas, frecuentemente parecían desconectadas; y se dice mucho de la forma en que declamaba; lo cual caracterizaba en gran parte su discurso. Pero, ¿dónde estaba su elocuencia? No en las palabras que usted puede leer, sino en el tono en que las decía, en la sinceridad con que las expresaba, en las lágrimas que siempre corrían por sus mejillas, en el derramamiento de su alma mientras predicaba. La razón de su elocuencia radicaba en el significado de las palabras. Él era elocuente, porque hablaba de corazón – desde la profundidad del alma. Podemos notar que cuando hablaba de verdad creía lo que decía. No predicaba por contrato, como una máquina, sino que predicaba lo que sentía que era la verdad, y lo que no podía dejar de predicar. Si le escuchaban predicar, podía notarse que si este hombre no predicara se moriría, porque lo hacía como si fuera una necesidad imperante para él, y con todas sus fuerzas él llamaba a los hombres diciendo: “Ven, Ven!, Ven a Jesucristo, y cree en Él!” Ahora, esto es lo que falta en nuestro tiempo. ¿Dónde? ¿Dónde está la pasión? No la encontramos ni en el púlpito ni en las bancas, en la medida que la deseamos; y es una triste, triste edad, cuando se mofan de la pasión por el evangelio, y cuando el verdadero celo que debería caracterizar al púlpito se considera simple emoción o fanatismo. Pido a Dios que nos hiciera tales fanáticos aunque el resto de la gente se burle y despreciara nuestro entusiasmo. Consideramos el mayor fanatismo de este mundo dirigirse al infierno, el mayor entusiasmo de esta tierra el amor al pecado en vez de a la justicia; y no consideramos ni fanáticos ni emocionales a aquellos que buscan obedecer a Dios antes que a los hombres, y seguir a Cristo en todos sus caminos. Repetimos entonces, que una triste prueba de que la iglesia necesita avivamiento es la ausencia de esa pasión ardiente que alguna vez se veía en los púlpitos Cristianos.

La ausencia de sana doctrina es otra prueba de la necesidad de avivamiento. ¿Saben a quiénes llaman Antinomianos ahora? ¿A quiénes tildan de “hipers?” ¿De quiénes se burlan y rechazan por considerarlos con error en su fe? ¿Por qué lo que antes se llamaba “ortodoxo” ahora se trata como herejía? Podemos retroceder a los días de los padres Puritanos, a los artículos que alguna vez abrazó la Iglesia de Inglaterra, a la predicación de Whitefield, y podemos decir que esa predicación, es la que amamos; y las doctrinas que fueron antes proclamadas. Pero como escogimos proclamarlas ahora también, somos considerados extraños y raros; y la razón es que la sana doctrina ha decaído en gran manera. Veamos cómo empezó el descenso: Primero que todo, aunque las verdades fueron creídas, los ángulos fueron suprimiéndose. El ministro creía en la elección, pero no utilizaba esa palabra, por temor de que el diácono sentado en aquella banca se fuera a incomodar. Creía que todos los hombres estaban perdidos, pero no lo anunciaba positivamente porque si lo hacía, había una dama en desacuerdo, - y ella había dado tanto para la capilla – podría ser que no volviera a la iglesia; así que mientras él sí creía esta verdad, y la anunciaba en cierto sentido, trataba de pulir estas ásperas esquinas un poquito. Al final se llegó a esto. Los ministros decían, “Creemos estas doctrinas, pero no consideramos que sea apropiado predicarlas a la gente. Dijeron: “Es verdad, las grandes doctrinas de la Gracia, fueron predicadas por Cristo, por Pablo, por Agustín, por Calvino, y hasta esta era por sus sucesores, y son ciertas, pero es mejor evitarlas – hay que tratarlas con mucho cuidado; son muy elevadas y peligrosas, y es mejor no predicar de eso; aunque creemos que es verdad, no nos atrevemos a predicarlas. Después de eso vino algo aún peor. Dijeron para sí mismos, “Bueno, si estas doctrinas no se deben predicar, talvez no sean tan verdaderas”; y luego otro paso más y rehusaron por completo predicarlas. No lo dijeron expresamente, talvez, pero lo decían, pero insinuaban que estas doctrinas de la gracia no eran tan verdaderas, y como si los que sí las creíamos fuéramos los intrusos, “nos echaron de la sinagoga”. Así que pasaron de mal a peor; y si ustedes leen el estándar según los maestros en divinidad de esta época, y lo comparan con el estándar según los maestros en divinidad de los días de Whitefield, se darán cuenta de que no concuerdan. Ahora tenemos una “nueva teología”. ¿Nueva Teología? ¿Por qué? Es una teología que ha destronado a Dios y ha puesto al hombre en el trono, una doctrina de hombres, y no la doctrina del Dios Eterno. Necesitamos un avivamiento de sana doctrina una vez más en medio de la tierra. 

Y la iglesia en general, es posible, que necesite una avivamiento de real compromiso en sus miembros. Todavía no somos los hombres de Dios que podemos pelear Sus batallas. Todavía no tenemos la entrega, el celo, que antes tenían los hijos de Dios. Nuestros ancestros fueron hombres de roble, hombres de sauce. Nuestro pueblo, ¿dónde está nuestro pueblo? Son fuertes en doctrina cuando andan con hombres fuertes en doctrina; pero débiles y titubeantes cuando andan con otros, y cambian tan frecuentemente a como cambian de compañía; a veces dicen una cosa, y a veces dicen otra. No son hombres que pudieran ir a la hoguera a morir; no son hombres que saben cómo morir diariamente para estar listos a enfrentar la muerte cuando se presente. Echemos un vistazo a nuestras reuniones de oración, con algunas excepciones aquí y allá. Usted entra, habrán seis mujeres; y si acaso suficientes miembros para hacer cuatro oraciones. Mírelos. Se llaman reuniones de oración; reuniones de evasión deberían ser llamadas, porque la mayoría no asiste, sino que las evitan. Y también son pocos los que concurren a las reuniones de compañerismo, u otras reuniones que tienen el propósito de ayudarnos unos a otros en el temor del Señor. ¿Cómo es la asistencia a estas reuniones en cualquiera de nuestras capillas en Londres? Se dará cuenta que son una o dos capillas las que mantienen estas reuniones. Ah! Amigos míos, son tan pocos los que van, que juntando los de todas las iglesias, una o dos capillas en todo Londres sería suficiente para acomodarlos. No tenemos entrega, no tenemos vida, como una vez la tuvimos; si la tuviéramos, nos pondrían más sobrenombres de los que tenemos; si fuéramos más fieles a nuestro Maestro; no estaríamos tan tranquilos y confortables como lo estamos, si sólo sirviéramos a Dios mejor. Estamos convirtiendo a la iglesia en una institución en nuestra tierra – una honorable institución. Ah! Pensaría alguno, es una gran cosa que la iglesia sea considerada una institución honorable! Yo pienso que cuando se comienza a considerar así, es decir, cuando el mundo considera a la iglesia como algo aceptable a sus ojos, es porque hemos decaído. La iglesia debe ser desestimada por el mundo, y hasta maltratada, hasta que venga el día, cuando su Señor la honre a causa de que ella lo ha honrado a Él – en el día de Su retorno.

Amados, ¿Creen que es cierto que la iglesia necesita avivamiento? ¿Sí o No? Me responden que No, “No al grado que lo está exponiendo usted! Pensamos que la iglesia está en buena condición.” Ustedes pueden suponer que la iglesia está en buena condición; si es así, por supuesto no simpatizarán conmigo por predicar sobre este texto, y exhortarles a orar de esta manera. Pero sé que hay otros entre ustedes que sí están dispuestos a clamar, “La iglesia necesita un avivamiento”. Permítanme amonestarles, en vez de quejarse por el ministro de su iglesia, en vez de buscar fallas en las diferentes partes de la iglesia; clamen “Oh, Jehová, aviva tu obra”, Oh!, Dice alguno, “si tuviéramos otro pastor”. Oh! Si el compañerismo fuera diferente. Oh! Si el culto fuera diferente!, Oh! Si las predicaciones fueran mejores. ¡¡¡Como si hubiera predicaciones del todo!!! Yo digo: Oh! Si el Señor viniera a los corazones de los hombres! Oh! Si Él llenara de poder las formas que ustedes usan!. Ustedes no necesitan nuevas maquinarias o nuevas formas de hacer las cosas, ustedes necesitan la vida que hay en lo que tienen. Si hay una locomotora en la vía férrea y alguien dice traigan otro motor, y luego, traigan otro, y luego otro, no es que se necesite otro motor para que el tren se mueva. Encienda el motor! Y échele combustible, esto es lo que se necesita, de lo contrario el tren no se moverá nunca. No necesitamos nuevos ministros, nuevos planes, nuevas formas, aunque se pueden inventar muchas; para hacer que la iglesia sea mejor; lo que necesitamos es avivamiento en lo que se nos ha dado. Ya sea el hombre que predica en la capilla y por el cual está casi vacía, la misma persona por la cual las reuniones de oración son escasas; Dios puede hacer que la capilla esté llena, abrir las puertas de la iglesia, y traerle miles de almas a ese mismo hombre. No es otro hombre lo que se necesita; lo que se necesita es que este hombre tenga la vida que Dios da. No clamen por algo nuevo; no será más exitoso que lo que ya tienen. Más bien, clamen: “Oh, Jehová, aviva tu obra!”; He notado esto en diferentes iglesias, que el ministro ha lidiado con este problema. Ha intentado un plan, pensando que tendría éxito, luego ha intentado con otro plan; y tampoco. Use el viejo plan, pero póngale vida a ese plan. No necesitamos de nada nuevo. “Lo viejo es lo mejor” – aferrémonos a la forma antigua, pero es preciso que lo hagamos con vigor, con vida, o destruiremos la forma antigua. Oh!, Que el Señor nos diera esa vida. La iglesia quiere avivamientos frescos, como en los días de Cambuslang otra vez, cuando Whitefield predicaba con poder. Oh! Cuando cientos de personas se convertían bajo sus sermones. Se ha documentado que hasta dos mil casos creíbles de conversión ocurrían en un solo discurso. Oh! Anhelamos las épocas en que los oídos estaban listos a recibir la palabra de Dios, y cuando la gente deseaba beber de la palabra de vida, como en verdad lo es, la verdadera agua de vida, que Dios le da al alma moribunda! Oh! Anhelamos la época del verdadero sentir- la era de la profunda y continua pasión espiritual! Roguemos a Dios por esto; pidámoslo en súplica. Talvez Él tiene al hombre, o los hombres, en algún lado, que harán temblar la tierra de nuevo; talvez incluso ahora Él va a derramar su poderosa influencia sobre los hombres, que va a hacer que la iglesia sea en esta era tan gloriosa como lo fue en cualquier época pasada.

La santificación  

por J. C. Ryle 


“… a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos…” Esa era la visión de aquel gran misionero que fue el apóstol Pablo sobre el pueblo de Dios, y sobre el carácter de ese pueblo. He aquí un verdadero tratado reflexivo sobre la SANTIDAD, venido de la pluma de un gran escritor adaptado especialmente para Apuntes Pastorales.

La presentación consta de cuatro secciones. La primera consiste en los doce principios básicos del autor sobre el tema. En segundo lugar son detalladas algunas evidencias en el caminar. En recuadro aparte, el lector encontrará las diferencias básicas entre santificación y justificación; y en último lugar, J. C. Ryle concluye con pautas prácticas para el creyente.

Sin olvidar la existencia de distintas concepciones sobre el tema, y entendiendo la definición del autor asimismo los editores han estimado valioso este trabajo, el cual contiene elementos que trascienden las particularidades.


Aquel que se imagina que Cristo vivió, murió y resucitó para obtener solamente la justificación y el perdón de los pecados de su pueblo, tiene todavía mucho que aprender, y está deshonrando, lo sepa o no, a nuestro bendito Señor, pues coloca a su obra salvadora en un plano incompleto.

El señor Jesús ha tomado sobre sí todas las necesidades de su pueblo; no sólo los ha librado con su muerte de la culpa de sus pecados, sino que también al poner en sus corazones el Espíritu Santo, los ha librado del dominio del pecado. No sólo los salva, sino que también los santifica. El no sólo es su justificación, sino también su santificación (1 Co. 1.30). Esto es lo que la Biblia dice: “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad.” “… así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento de agua por la palabra”. “Cristo se dio a sí mismo para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí a un pueblo propio, celoso de buenas obras”… “quien llevó El mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia…” “ahora Cristo os ha reconciliado en su cuerpo de carne por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de El” (Jn. 17.19; Ef. 5.25-26; Tit. 2.14; 1 Pe. 2.24; Col. 1.21-22). La enseñanza de estos versículos es bien clara: Cristo tomó sobre sí, además de la justificación, la santificación de su pueblo. Ambas cosas ya estaban previstas y ordenadas en aquel “pacto perpetuo” del que Cristo es el Mediador. Y en cierto lugar de la Escritura se nos habla de Cristo como el que “santifica” y de su pueblo como “los que son santificados” (He. 2.11).

¿Qué es lo que quiere decir la Biblia cuando habla de una persona santificada? Para contestar esta pregunta diremos que la santificación es aquella obra espiritual interna que el Señor Jesús hace a través del Espíritu Santo en aquel que ha sido llamado a ser un verdadero creyente. El Señor también lo separa de su amor natural al pecado y al mundo, y pone un nuevo principio en su corazón, que lo hace apto para el desarrollo de una vida devota. Para efectuar esta obra El Espíritu se sirve, generalmente, de la Palabra de Dios, aunque algunas veces usa de las aflicciones y de las visitaciones providenciales “sin palabra” (1 Pedro 3.1). La persona que experimenta esta acción de Cristo a través de su Espíritu, es una persona “santificada”.

El tema que tenemos por delante es de una importancia tan vasta y profunda, que requiere delimitaciones propias, defensa, claridad, y exactitud. Para despejar la confusión doctrinal (que por desgracia tanto abunda entre los cristianos) y para dejar bien sentadas las verdades bíblicas sobre el tema que nos ocupa, daré a continuación una serie de proposiciones sacadas de la Escritura, las que son muy útiles para una exacta definición de la naturaleza de la santificación.


La santificación es resultado de una unión vital con Cristo

Esta unión se establece a través de la fe. ”… el que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto…” (Jn. 15.5). El pámpano que no lleva fruto, no es una rama viva de la vid. Ante los ojos de Dios, una unión con Cristo meramente formal y sin fruto, no tiene valor alguno. La fe que no tiene una influencia santificadora en el carácter del creyente no es mejor que el creer de la forma en que lo hacen los demonios: es una fe muerta, no es el don de Dios, no es la fe de los elegidos. Donde no hay una vida santificada, no hay una fe real en Cristo. La verdadera fe obra por el amor, y es movida por un profundo sentimiento de gratitud por la redención. La verdadera fe constriñe al creyente a vivir para su Señor y le hace sentir que todo lo que puede hacer por Aquel que murió por sus pecados no es suficiente. Al que mucho se le ha perdonado, mucho ama. El que ha sido limpiado con Su sangre, anda en luz. Cualquiera que tiene una esperanza viva y real en Cristo se purifica, como El también es limpio (Stg. 2.17-20; Tit. 1.1; Gá. 5.6; 1 Jn. 1.7; 3.3).


La santificación es el resultado y la consecuencia inseparable de la regeneración

El que ha nacido de nuevo y ha sido hecho una nueva criatura, ha recibido una nueva naturaleza y un nuevo principio de vida. La persona que pretende haber sido regenerada y que, sin embargo, vive una vida mundana y de pecado, se engaña a sí misma; las Escrituras descartan tal concepto de regeneración. Claramente nos dice San Juan que el que “ha nacido de Dios no practica el pecado, ama a su hermano, se guarda a sí mismo y vence al mundo” (1 Jn. 2.29; 3.9-15; 5.4-18). En otras palabras, si no hay santificación, no hay regeneración; sino se vive una vida santa, no hay un nuevo nacimiento. Quizá para muchas mentes estas palabras sean duras pero, lo sean o no, lo cierto es que constituyen la simple verdad de la Biblia. Se nos dice en la Escritura que el que ha nacido de Dios, “no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque ha nacido de Dios” (1 Jn.3.9).


La santificación constituye la única evidencia cierta de que el Espíritu Santo mora en el creyente


La presencia del Espíritu Santo en el creyente es esencial para la salvación. “Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Ro. 8.9). El Espíritu nunca está dormido o inactivo en el alma: siempre da a conocer su presencia por los frutos que produce en el corazón, carácter y vida del creyente. Nos dice San Pablo: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gá. 5.22-23). Allí donde se encuentran estas cosas, allí está el Espíritu; pero allí donde no se ven estas cosas, es señal segura de muerte espiritual delante de Dios.

Al Espíritu se lo compara con el viento y, como sucede con éste, no podemos verlo con los ojos de la carne. Pero de la misma manera en que notamos que hay viento por sus efectos sobre las olas, los árboles y el humo, así podemos descubrir la presencia del Espíritu en una persona por los efectos que produce en su vida y conducta. No tiene sentido decir que tenemos el Espíritu si no andamos también en el Espíritu (Gá. 5.25). Podemos estar bien seguros de que aquellos que no viven santamente, no tienen el Espíritu Santo. La santificación es el sello que el Espíritu Santo imprime en los creyentes. “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Ro.8.14).


La santificación constituye la única evidencia cierta de la elección de Dios

Los nombres y el número de los elegidos son secretos que Dios en su sabiduría no ha revelado al hombre. No nos ha sido dado en este mundo el hojear el libro de la vida para ver si nuestros nombres se encuentran en él. Pero hay una cosa plenamente clara en lo que a la elección concierne: los elegidos se conocen y se distinguen por sus vidas santas. Expresamente se nos dice en las Escrituras que son “elegidos… en santificación del Espíritu…” “escogidos… para salvación, mediante la santificación por el Espíritu…” “… los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo…” “… nos escogió… antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos…”. De ahí que cuando Pablo vio “la obra de fe” y el “trabajo de amor” y “la esperanza” paciente de los creyentes de Tesalónica, podía concluir: “Porque conocemos, hermanos amados de Dios, vuestra elección” (1 P. 1.2; 2 Ts. 2.13; Ro. 8.29; Ef. 1.4; 1Ts.1.3-4).

Si alguien se gloría de ser uno de los elegidos de Dios y, habitualmente y a sabiendas, vive en pecado, en realidad se engaña a sí mismo, y su actitud viene a ser una perversa injuria a Dios. Naturalmente, es difícil conocer lo que una persona es en realidad, pues muchos de los que muestran apariencia de religiosidad, en el fondo no son más que empedernidos hipócritas. De todos modos podemos estar seguros de que, si no hay evidencias de santificación, no hay elección para salvación. 


La santificación es algo que siempre se deja ver

“Porque cada árbol se conoce por su fruto” (Lc. 6.44). La humildad del creyente verdaderamente santificado puede ser tan genuina que en sí mismo no vea más que enfermedad y defectos; y al igual que Moisés, cuando descendió del monte, no se dé cuenta de que su rostro resplandece. Como los justos en el día del juicio final, el creyente verdaderamente santificado creerá que no hay nada en él que merezca las alabanzas de su Maestro: “… ¿cuándo te vimos hambriento y te sustentamos…?” (Mt. 25.37). Ya sea que el mismo lo vea o no, lo cierto es que los otros siempre verán en él un tono, un gusto, un carácter y un hábito de vida, completamente distinto de los de los demás hombres. El mero suponer que una vida pueda ser “santa” sin una vida y obras que lo acrediten, sería un absurdo, un disparate. Una luz puede ser muy débil, pero aunque sólo sea una chispita, en una habitación oscura se la verá. La vida de una persona puede ser muy exigua, pero aún así se percibirá el débil latir del pulso. Lo mismo sucede con una persona santificada: su santificación será algo que se verá y se hará sentir, aunque a veces ella misma no pueda percatarse de ello. Un “santo” en el que sólo puede verse mundanalidad y pecado es una especie de monstruo que no se conoce en la Biblia.


La santificación es algo por lo que el creyente es responsable

Y aquí no se me entienda mal. Sostengo firmemente que todo hombre es responsable delante de Dios; en el día del juicio los que se pierdan no tendrán excusa alguna; todo hombre tiene poder para “perder su propia alma” (Mt. 16.26). Pero también sostengo que los creyentes son responsables (y de una manera eminente y peculiar) de vivir una vida santa; esta obligación pesa sobre ellos. Los creyentes no son como las demás personas (muertas espiritualmente), sino que están vivos para Dios, y tienen luz, conocimiento y un nuevo principio en ellos. Si no viven vidas de santidad, ¿de quién es la culpa? ¿A quién podemos culpar, si no a ellos mismos? Dios les ha dado gracia y les ha dado una nueva naturaleza y un nuevo corazón; no tienen, pues, excusa para no vivir para Su alabanza. Este es un punto que se olvida con mucha frecuencia. La persona que profesa ser cristiana, pero adopta una actitud pasiva, y se contenta con un grado de santificación muy pobre (si es que aún llega a tener eso) y fríamente se excusa con aquello de que “no puede hacer nada”, es digna de compasión, pues ignora las Escrituras. Estemos en guardia contra esta noción tan errónea. Los preceptos que la Palabra de Dios dirige e impone a los creyentes, se dirigen a éstos como seres responsables y que han de rendir cuentas. Si el Salvador de pecadores nos ha dado una gracia renovadora, y nos ha llamado por su Espíritu, podemos estar seguros de que es porque El espera que nosotros hagamos uso de esta gracia y no nos echemos a dormir. Muchos creyentes “contristan al Espíritu Santo” por olvidarse de esto y viven vidas inútiles y desprovistas de consuelo.


La santificación admite grados y se desarrolla progresivamente

Una persona puede subir uno y otro peldaño en la escala de la santificación, y ser más santificada en un período de su vida que en otro. No puede ser más perdonada y justificada que cuando creyó, aunque puede ser más consciente de estas realidades. Los que sí puede es gozar de más santificación, por cuanto cada una de las gracias del Espíritu en su nuevo carácter y naturaleza, son susceptibles de crecimiento, desarrollo y profundidad. Evidentemente, este es el significado de las palabras del Señor Jesús cuando oró por sus discípulos: “Santifícalos en tu verdad”; y también del apóstol Pablo por los tesalonicenses: “y el mismo Dios de paz os santifique por completo” (Jn. 7.17; 1Ts. 5.23). En ambos casos la expresión implica la posibilidad de crecimiento en el proceso de la santificación. Pero no encontramos en la Biblia una expresión como “justifícales” con referencia a los creyentes, por cuanto éstos no pueden ser más justificados de los que en realidad ya han sido. No se nos habla en la Escritura de una imputación de santificación, tal como creen algunas personas; esta doctrina es fuente de equívocos y conduce a consecuencias muy erróneas. Además, es una doctrina contraria a la experiencia de los cristianos más eminentes. Estos, a medida que progresan más en su vida espiritual y en la proporción en que andan más íntimamente con Dios, ven más, conocen más, sienten más a Dios (2 P.3.18; 1 Ts.4.1).


La santificación depende, en gran parte, del uso de los medios espirituales

Por la palabra “medios” me refiero a la lectura de la Biblia, la oración privada, la asistencia regular a los cultos de adoración, el oír la predicación de la Palabra de Dios y la participación regular de la Cena del Señor. Debo decir, como bien se comprenderá, que todos aquellos que de una manera descuidada y rutinaria hacen uso de estos medios, no harán muchos progresos en la vida de santificación. Y, por otra parte, no he podido encontrar evidencia de que ningún santo eminente jamás descuidara estos medios; y es que estos medios son los canales que Dios ha designado para que el Espíritu Santo supla al creyente con frescas reservas de gracia para perfeccionar la obra que un día empezó en el alma. Por más que se me tilde de legalista en este aspecto, me mantengo firme en lo dicho: “sin esfuerzo no hay provecho”. Antes esperaría una buena cosecha de un agricultor que sembró sus campos pero nunca los cuidó, que ver frutos de santificación en un creyente que ha descuidado la lectura de la Biblia, la oración y el Día del Señor. Nuestro Dios obra a través de los medios.


La santificación puede seguir un curso ascendente aun en medio de grandes conflictos y batallas interiores


Al usar las palabras conflicto y batalla, me refiero a la contienda que tiene lugar en el corazón del creyente entre la vieja y la nueva naturaleza, entre la carne y el espíritu (Gá. 5.17). Una percepción profunda de esta contienda, y el consiguiente agobio y consternación que se derivan de la misma, no es prueba de que un creyente no crezca en la satisfacción. ¡No! Por el contrario, son síntomas saludables de una buena condición espiritual. Estos conflictos prueban que no estamos muertos, sino vivos. El cristiano verdadero no sólo tiene paz de conciencia, sino que también tiene guerra en su interior, se lo conoce por su paz, pero también por su conflicto espiritual. Al decir y afirmar esto no me olvido de que estoy contradiciendo los puntos de vista de algunos cristianos que abogan por una “perfección sin pecado”. Pero no puedo evitarlo. Creo que lo que digo está bien confirmado por lo que nos dice Pablo en el capítulo séptimo de su Epístola a los Romanos. Ruego a mis lectores que estudien atentamente este capítulo y que se den cuenta de que no describe la experiencia de un hombre inconverso, o de un cristiano vacilante y todavía joven en la fe, sino que hace referencia a la experiencia de un viejo santo de Dios que vivía en íntima comunión con Dios. Sólo una persona así podía decir: “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (Ro. 7.22).

Creo, además, que lo que he dicho viene confirmado también por la experiencia de los siervos de Cristo más eminentes de todos los tiempos. Prueba de esto la encontrarmos en sus diarios, en sus autobiografías y en sus vidas. Y no porque tengamos este continuo conflicto interno, hemos de pensar que la obra de la santificación no tiene lugar en nuestras vidas. La liberación completa del pecado la experimentaremos, sin duda, en el cielo; pero nunca la gozaremos mientras estemos en el mundo. El corazón del mejor cristiano, aún en el momento de más alta santificación, es terreno donde acampan dos bandos rivales, algo así como “la reunión de dos campamentos” (Cnt. 6.13). Pero, como decía aquel santo hombre de Dios, Rutheford: “La guerra del diablo es mejor que la paz del diablo”.


La santificación, aunque no justifica al hombre, agrada a Dios


Aun las acciones más santas del más santo de los creyentes de todos los tiempos están más o menos llenas de defectos e imperfecciones. Cuando no son malas en sus motivos, los son en su ejecución; y de por sí, delante de Dios, no son más que “pecados espléndidos” que merecen su ira y su condenación.

Sería absurdo suponer que tales acciones pueden pasar sin censura por el severo juicio de Dios y obtener méritos para el cielo. “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado”; “Concluímos, pues, que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley” (Ro. 3.20-28). La única justicia se halla en nuestro Representante y Sustituto, el Señor Jesús. Su obra y no la nuestra, es la que nos da título de acceso al cielo. Por esta verdad deberíamos estar dispuestos a morir.

Sin embargo, y a pesar de lo dicho, la Biblia enseña que las acciones santas de un creyente santificado, aunque imperfectas, son agradables a los ojos de Dios: “… porque de tales sacrificios se agrada Dios” (He. 13.16). “Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, porque esto agrada al Señor (Col. 3.20). “(Nosotros) hacemos las cosas que son agradables delante de El” (1 Jn. 3.22). No nos olvidemos nunca de esta doctrina tan consoladora. De la misma manera en que el padre se complace en los esfuerzos de su pequeño al coger una margarita o en su hazaña de andar solo de un extremo al otro de la habitación, así se complace nuestro Padre en las acciones tan pobres de sus hijos creyentes. Dios mira el motivo, el principio, la intención de sus acciones, y no la cantidad o cualidad de las mismas. Considera a los creyentes como miembros de su propio Hijo querido, y por amor al mismo se complace en las acciones de su pueblo.


La santificación nos será absolutamente necesaria en el gran día del juicio como testimonio de nuestro carácter cristiano


A menos que nuestra fe haya tenido efectos santificadores en nuestra vida, de nada servirá en aquel día el que digamos que creíamos en Cristo. Una vez que comparezcamos delante del gran trono blanco, y los libros sean abiertos, tendremos que presentar evidencia. Sin la evidencia de una fe real y genuina en Cristo, nuestra resurrección será para condenación; y la única evidencia que satisfará al Juez será la santificación. Que nadie se engañe sobre este punto. Si hay algo cierto sobre el futuro, es la realidad de un juicio; y si hay algo cierto sobre este juicio, es que las “obras” y “hechos” del hombre serán examinados (Jn. 5.29; 2 Co. 5.10; Ap. 20.13).


La santificación es absolutamente necesaria como preparación para el cielo


La mayoría de los hombres piensan ir al cielo al morir; pero pocos se detienen a considerar si en verdad gozarían yendo allí. El cielo es, esencialmente, un lugar santo; sus habitantes son santos y sus ocupaciones son santas. Es claro y evidente que para ser felices en el cielo debemos pasar por un proceso educativo aquí en la tierra que nos prepare y capacite para entrar. La noción de un purgatorio después de la muerte, que convertirá a los pecadores en santos, es algo que no encontramos en la Biblia; es una invención del hombre. Para ser santos en la gloria, debemos ser santos en la tierra. Esta creencia tan común, según la cual lo que una persona necesita en la hora de la muerte es solamente la absolución y el perdón de los pecados, es en realidad una creencia vana e ilusoria. Tenemos tanta necesidad de la obra del Espíritu Santo como de la de Cristo; necesitamos tanto de la justificación como de la santificación. Es muy frecuente oir decir a personas que yacen en el lecho de muerte: “Yo sólo deseo que el Señor me perdone mis pecados, y me dé descanso eterno”. Pero los que dicen esto se olvidan de que para poder gozar del descanso celestial se precisa un corazón preparado para gozarlo. ¿Qué haría una persona no santificada en el cielo, suponiendo que pudiera entrar? Fuera de su ambiente, una persona no puede ser realmente feliz. Cuando el águila sea feliz en la jaula, el cordero en el agua, la lechuza ante el brillante sol de mediodía y el pez sobre la tierra seca, entonces, y sólo entonces, podríamos suponer que la persona no santificada será feliz en el cielo.1

He presentado estas doce proposiciones sobre la santificación con la firme persuasión de que son verdaderas, y pido a todos los lectores que las mediten seriamente. Todas, y cada una de ellas, podrían ser desarrolladas más ampliamente, y quizá algunas podrían ser discutidas, pero sinceramente dudo de que alguna de ellas pudiera ser descartada y eliminada como errónea. Con respecto a todas ellas pido un estudio justo e imparcial. Creo, con toda mi conciencia, que estas proposiciones podrán ayudarnos a conseguir nociones más claras sobre la santificación.


1 N. de los E.: La idea del autor, sin duda presentada en forma incompleta, no excluye de la posibilidad de salvación a aquellos que puedan entregar su vida en los momentos previos a su muerte. Lo que desea resaltar es que a la vida eterna no se ingresa con la mera “oración de recibir a Cristo”, sino que este acto debe conllevar el hecho de comenzar una nueva vida sujeta al señorío de Cristo, dure esta uno o diez millones de minutos, lo que en verdad, solo queda reservado al conocimiento y decisión divinos.


Evidencias

¿Cuáles son las señales visibles de una obra de santificación? Esta otra parte del tema es amplia y a la par difícil. Amplia, por cuanto exigiría hiciéramos mención de toda una serie de detalles y consideraciones que me temo van más allá de los horizontes de este escrito; y difícil, por cuanto no podemos desarrollarla sin herir la susceptibilidad y creencias de algunas personas. Pero sea cual fuere el riesgo, la verdad ha de ser dicha; y especialmente en nuestro tiempo, la verdad sobre la doctrina de la santificación ha de hacerse sonar.


La verdadera santificación no consiste en un mero hablar sobre religión

No nos olvidemos de esto. Hay un gran número de personas que han oído tantas veces la predicación del Evangelio, que han contraído una familiaridad poco santa con sus palabras y sus frases, e incluso hablan con tanta frecuencia sobre las doctrinas del Evangelio como para hacernos creer que son cristianos. A veces hasta resulta nauseabundo y en extremo desagradable el oír cómo la gente se expresa en un lenguaje frío y petulante sobre “la conversión, el Salvador, el Evangelio, la paz espiritual, la gracia, etc.”, mientras de una manera notoria sirve al pecado o vive para el mundo. No podemos dudar de que este hablar sea abominable a los oídos de Dios, y no es mejor que blasfemar, maldecir y tomar el nombre de Dios en vano. No es sólo con la lengua que debemos servir a Cristo. Dios no quiere que los creyentes sean meros tubos vacíos, metal que resuena, o címbalo que retiñe; debemos ser santificados, “no sólo en palabra y en lengua, sino en obra y en verdad” (1 Jn. 3.18).


La verdadera santificación no consiste en sentimientos religiosos pasajeros

Unas palabras de aviso sobre este punto son muy necesarias. Los cultos y reuniones de avivamiento cautivan la atención de la gente y dan pie a un gran sensacionalismo. Parece ser que algunas iglesias que hasta ahora estaban más o menos dormidas despiertan como resultado de estas reuniones, y demos gracias al Señor de que sea así. Pero junto con las ventajas, estas reuniones y corrientes avivacionistas encierran grandes peligros. No olvidemos que allí donde se siembra la buena semilla, Satanás siembra también cizaña. Son muchos los que, aparentemente, han sido alcanzados por la predicación del Evangelio y cuyos sentimientos han sido despertados pero sus corazones no han sido cambiados. Lo que en realidad suele tener lugar no es más que un emocionalismo vulgar que se produce con el contagio de las lágrimas y emociones de los otros. Las heridas espirituales que así se producen no son leves, y la paz que se profesa no tiene raíces ni profundidad. Al igual que los de corazón pedregoso, estos oyentes reciben la Palabra con gozo (Mt. 13.20), pero después de poco tiempo la olvidan y vuelven al mundo; llegan a ser más duros y peores que antes. Son como la calabaza de Jonás: brotan en menos de una noche, para secarse también en menos de una noche. No nos olvidemos de estas cosas. Vayamos con mucho cuidado, no sea que curemos livianamente las heridas espirituales diciendo, “Paz, paz”, donde no hay paz. Esforcémonos en persuadir a los que muestran interés por las cosas del Evangelio a que no se contenten con nada que no sea la obra sólida, profunda y santificadora del Espíritu Santo. Los resultados de una falsa exitación religiosa son terribles para el alma. Cuando en el calor de una reunión de avivamiento Satanás ha sido lanzado fuera del corazón por sólo unos momentos o por un tiempo muy corto, no tarda en volver de nuevo a su casa, y el estado postrero de la persona es mucho peor que el primero. Es mil veces mejor empezar despacio y continuar firmemente en la Palabra, que empezar a toda velocidad, sin medir el costo para luego, como la mujer de Lot, mirar hacia atrás y volver al mundo. Cuán peligroso resulta para el alma el tomar los sentimientos y emociones experimentados en ciertas reuniones como evidencia segura de un nuevo nacimiento y de una obra de santificación. No conozco ningúnpeligro mayor para el alma.


La verdadera santificación no consiste en un mero formalismo y devoción externa

¡Cuán terrible es esta ilusión! Y por desgracia, ¡cuán común también! Miles y miles de personas se imaginan que la verdadera santidad consisten en la cantidad y abundancia de los elementos externos de la religión: en una asistencia rigurosa a los servicios de la iglesia, la recepción de la Cena del Señor, la observancia de las fiestas religiosas, la participación en un culto litúrgico elaborado, la auto-imposición de austeridad y abnegación en pequeñas cosas, una manera peculiar de vestir, etc., etc. Muy posiblemente algunas personas hacen estas cosas por motivos de conciencia, y realmente creen que con ello benefician a sus almas, pero en la mayoríade los casos esta religiosidad externa no es más que un sustituto de la santidad.


La santificación no consiste en un abandono del mundo y de las obligaciones sociales

Con el correr de los siglos han sido muchos los que han caído en esta trampa en sus intentos de buscar la santidad. Cientos de ermitaños se han enterrado en algún desierto, y miles de hombres y mujeres se han encerrado entre las paredes de monasterios y conventos, movidos por la vana idea de que de esta manera escaparían del pecado y conseguirían la santidad. Se olvidaron de que ni las cerraduras, ni las paredes pueden mantener afuera al diablo y que allí donde vayamos llevamos en nuestro corazón la raíz del mal. El camino de la santificación no consiste en hacerse monje, o monja, o miembro de la Casa de Misericordia. La verdadera santidad no aísla al creyente de las dificultades y las tentaciones, sino que hace que éste les haga frente y las supere. La gracia de Cristo en el creyente no lo convierte en una planta de invernadero, que sólo puede desarrollarse bajo abrigo y protección, sino que es algo fuerte y vigoroso que puede florecer en medio de cualquier relación social y medio de vida. Es esencial a la santificación el que nosotros desempeñemos nuestras obligaciones allí donde Dios nos ha puesto, como la sal en medio de la corrupción y la luz en medio de las tinieblas. No es el hombre que se esconde en una cueva, sino el hombre que glorifica a Dios como amo o sirviente, como padre o hijo, en la familia o en la calle, en el negocio o en el colegio, el que responde al tipo bíblico del hombre santificado. Nuestro Maestro dijo en su última oración: “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal” (Jn. 17.15).


La santificación no consiste en hacer buenas obras de vez en cuando

La santificación es un nuevo comienzo celestial en el creyente que hace que éste manifieste las evidencias de un llamamiento santo, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes de su conducta diaria. Este principio ha sido implantado en el corazón y se deja sentir en todo el ser y conducta del creyente. No es como una bomba que sólo saca agua cuando se la acciona desde afuera, sino como una fuente intermitente cuyo caudal fluye espontánea y naturalmente. El rey Herodes, cuando oyó a Juan el Bautista, “hizo muchas cosas”, pero su corazón no era recto delante de Dios (Mr. 6.20). Así sucede con mucha personas que parecen tener ataques espasmódicos de “bondad” como resultado de alguna enfermedad, prueba, fallecimiento en la familia, calamidades públicas o en medio de una relativa calma de conciencia. Sin embargo tales personas no son convertidas, y nada saben de lo que es la santificación. El verdadero santo, como lo era Ezequías con todo su corazón, dice con el salmista: “De tus mandamientos he adquirido inteligencia; por tanto, he aborrecido todo camino de mentira” (2 Cr. 31.21; Sal. 119.104).


Una santificación genuina se evidenciará en un respeto habitual a la ley de Dios…

… y en un esfuerzo continuo por obedecerla como regla de vida. ¡Qué gran error es el de aquellos que suponen que, puesto que los Diez Mandamientos y la Ley no pueden justificar al alma, no es importante observarlos! El mismo Espíritu Santo que le ha dado al creyente convicción de pecado a través de la ley, y lo ha llevado a Cristo para justificación, es el que le guiará en el uso espiritual de la ley como modelo de vida en sus deseos de santificación. El Señor Jesús nunca relegó los Diez Mandamientos a un plano de insignificancia, sino que, por el contrario, en su primer discurso público (El Sermón del Monte) los desarrolló, y puso de manifiesto el carácter relevante de sus requerimientos. San Pablo tampoco relegó la ley a la insignificancia. “Pero sabemos que la ley es buena, si uno la usa legítimamente”, “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (1 Ti. 1.8; Ro. 7.22). Si alguien pretende ser un santo y mira con desprecio los Diez Mandamientos, y no le importa mentir, ser hipócrita, estafar, insultar y levantar falso testimonio, emborracharse, traspasar el séptimo mandamiento, etc., en realidad se engaña terriblemente; y en el día del juicio le será imposible probar que fue un “santo”.


La verdadera santificación se mostrará en un esfuerzo continuo por hacer la voluntad de Cristo y vivir a la luz de sus preceptos prácticos


Estos preceptos se encuentran esparcidos en las páginas de los Evangelios, pero especialmente en el Sermón del Monte. Si alguien se imagina que Jesús los pronunció sin el propósito de promover la santidad del creyente se equivoca lamentablemente. Y cuán triste es oir a ciertas personas hablar del ministerio de Jesús sobre la tierra diciendo que lo único que el Maestro enseñó fue doctrina y que delegó en otros la enseñanza de las obligaciones prácticas. Un conocimiento superficial de los Evangelios bastará para convencer a la gente de cuán errónea es esta noción. En las enseñanzas de nuestro Señor se destaca de una manera muy prominente lo que sus discípulos deben ser y lo que han de hacer; y una persona verdaderamente santificada nunca se olvidará de esto, pues sirve a un Señor que dijo: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn. 15.14).


La verdadera santificación se mostrará en un esfuerzo continuo por alcanzar el nivel espiritual que San Pablo establece para las iglesias 


Podemos encontrar este nivel o norma espiritual en los últimos capítulos de casi todas sus epístolas. Está muy generalizada la idea de que San Pablo sólo escribió sobre materia doctrinal y de controversia: la justificación, la elección, la predestinación, la profecía, etc. Tal idea es extremadamente errónea, y es una evidencia más de la ignorancia que sobre la Biblia muestra la gente de nuestro tiempo. Los escritos del apóstol San Pablo están llenos de enseñanzas prácticas sobre las obligaciones cristianas de la vida diaria, y sobre nuestros hábitos cotidianos, el temperamento y la conducta entre los hermanos creyentes. Estas exhortaciones fueron escritas por inspiración de Dios para perpetua guía del creyente. Aquel que haga caso omiso de estas instrucciones, quizá se haga pasar por miembro de una iglesia o de una capilla, pero ciertamente no es lo que la Escritura llama una persona “santificada”.


La verdadera santificación se evidenciará en una atención habitual a las gracias activas…

… que el Señor Jesús de una manera tan hermosa ejemplarizó, particularmente la gracia de la caridad. “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Jn. 13.34-35). El hombre santificado tratará de hacer bien en el mundo, disminuir el dolor y aumentar la felicidad en torno suyo. Su meta será la de ser como Cristo, lleno de mansedumbre y de amor para con todos; y esto no sólo de palabra sino de hecho, negándose a sí mismo. Aquel que profesa ser cristiano, pero que con egoísmo centra su vida en sí mismo asumiendo un aire de poseer grandes conocimientos, y sin preocuparle si su prójimo se hunde o sabe nadar, si va al cielo o al infierno, con tal de que él pueda ir a la iglesia con su mejor traje y ser considerado un “buen miembro”, tal persona, digo, no sabe nada de lo que es la santificación. Puede ser considerada como santa en la tierra, pero ciertamente no será un santo en el cielo. No se dará el caso de que Cristo sea el Salvador de aquellos que no imiten su ejemplo. Una gracia de conversión real y una fe salvadora han de producir, por necesidad, cierta semejanza a la imagen de Jesús (Col.3.10).


La verdadera santificación se evidenciará también en una atención habitual a las gracias pasivas


Al referirme a las gracias pasivas me refiero a aquellas gracias que se muestran muy especialmente en la sumisión a la voluntad de Dios, como así también en la paciencia y condescendencia hacia los demás. Pocas personas pueden hacerse una idea cabal sobre lo mucho que se nos dice respecto de estas gracias en el Nuevo Testamento y el importante papel que parecen desempeñar. Este es el tema que San Pedro nos desarrolla y presenta especialmente en sus epístolas. “…Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían , no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pe. 2.21-23). Estas gracias pasivas se encuentran entre los frutos del Espíritu que San Pablo nos menciona en su Epístola a los Gálatas. Se nos mencionan nueve gracias de las cuales tres (tolerancia, benignidad, mansedumbre) son gracias pasivas (Gá. 5.22-23). Las gracias pasivas son más difíciles de obtener que las activas, pero su influencia sobre el mundo es mayor. La Biblia nos habla mucho de estas gracias pasivas, y es en vano que hagamos alardes de santificación si en nosotros no existe el deseo de poseer tolerancia, benignidad y mansedumbre. Aquellos que continuamente se destapan con un temperamento agrio y atravesado, que dan muestras de poseer una lengua muy incisiva, llevando siempre la contra, siendo rencorosos, vengativos, maliciosos (y de los cuales el mundo está, por desgracia, demasiado lleno) los tales, digo, nada saben sobre la santificación.

Estas son las señales visibles de la persona santificada. No pretendo decir que se verán de una manera uniforme en todos los creyentes, ni que brillarán con todo su fulgor aun en los creyentes más avanzados. Pero sí que constituyen las señales bíblicas de la santificación, y que aquellos que no saben nada de ellas, bien pueden dudar de que en realidad tengan gracia alguna. La verdadera santificación es algo que se puede ver, y las características que he procurado esbozar son, más o menos, las de una persona santificada. 


Aplicaciones

Debemos darnos cuenta del estado tan peligroso en que se encuentran algunas personas que profesan ser cristianas


“Sin la cual (la santidad) nadie verá al Señor” (He.12.14). ¡Cuánta religión hay, pues, que no sirve para nada! ¡Cuán grande es el número de personas que van a la iglesia, a las capillas y que sin embargo andan por el camino que lleva a la destrucción! Esta reflexión es terriblemente aplastante, abrumadora. ¡Oh, si los predicadores y los maestros abrieran sus ojos y se dieran cuenta de la condición de las almas a su alrededor! ¡Oh, si las almas pudieran ser persuadidas a “huir de la ira que vendrá”! Si las almas no santificadas pudieran ir al cielo; la Biblia no sería verdadera. ¡Pero la Biblia es verdad y no puede mentir! Sin la santidad nadie verá al Señor. 


Asegurémonos de nuestra propia condición…

… y no descansemos hasta que veamos en nosotros los frutos de la santificación. ¿Cuáles son nuestros gustos, nuestras preferencias, nuestras elecciones, nuestras inclinaciones? Esta es la gran pregunta. Poco valor tiene lo que podamos desear y esperar en la hora de la muerte; ahora es cuando debemos analizar nuestros deseos. ¿Qué somos ahora? ¿Qué hacemos? ¿Se ven en nosotros los frutos de la santificación? De no ser así, la culpa es nuestra.

Si deseamos verdaderamente la santificación, el curso a seguir es claro y sencillo: debemos empezar con Cristo. Debemos acudir a El tal como somos, como pecadores. Debemos presentarle nuestra extrema necesidad; debemos entregar nuestras almas a El por la fe, para así poder obtener la paz y la reconciliación con Dios. Debemos ponernos en sus manos, tal como lo hacemos con el buen médico, y suplicar su gracia y su misericordia. No esperemos a poder traer y ofrecer algo en nuestras manos. El primer paso para la santificación, al igual que para la justificación, es acudir a Cristo por fe.


No esperemos demasiadas cosas de nuestros propios corazones

Aun en los mejores momentos, encontraremos en nosotros mismos motivos suficientes para una profunda humillación, y descubriremos que en todo momento somos deudores de la gracia y la misericordia que sobre nosotros es derramada. A medida que aumente nuestra visión espiritual más nos daremos cuenta de nuestra imperfección. Eramos pecadores cuando empezamos, y pecadores nos veremos a medida que vayamos avanzando. Sí, pecadores regenerados, perdonados y justificados, pero pecadores hasta el último momento de nuestras vidas. La perfección absoluta de nuestras almas todavía habrá de estar por delante, y la expectación de la misma debería ser una gran razón para hacernos desear más y más el cielo.


Si deseamos crecer en la sanidad, debemos acudir continuamente a Cristo


Debemos ir a El tal como hicimos al principio de nuestra vida espiritual. El es la cabeza de la cual cada miembro recibe el alimento (Ef. 4.16). Debemos vivir diariamente la vida de fe en el Hijo de Dios, y proveernos diariamente de su plenitud para nuestras necesidades de gracia y fortaleza. Aquí se encierra el gran secreto de una vida de santificación ascendente. Los creyentes que no hacen progreso alguno en la santificación y parecen haberse estancado, sin duda alguna es porque descuidan la comunión con Jesús, y en consecuencia contristan al Espíritu Santo. Aquél que en la noche antes de la crucifixión oró al Padre con aquellas palabras de: “Santificalos en tu verdad”, está infinitamente dispuesto a socorrer a todo creyente que por la fe acuda a El en busca de ayuda.


En el último lugar, nunca nos avergoncemos de dar demasiada importancia al tema de la santificación…


… y de nuestros deseos de conseguir una elevada santidad. Por más que algunos se contenten con unos logros muy pobres y miserables y otros no se avergüencen de vivir vidas que no son santas, mantengámonos nosotros en las sendas antiguas y sigamos adelante en pos de una santidad eminente. He aquí la manera de ser realmente felices.

Por más que digan ciertas personas, debemos convencernos de que la santidad es felicidad; y la persona que vive más felizmente en esta tierra es la persona más santificada. Sin duda hay cristianos verdaderos que, como resultado de una salud débil, o de pruebas familiares, o alguna otra causa secreta, no parecen gozar de mucho consuelo, y con suspiros prosiguen su peregrinar al cielo; pero estos no son casos muy abundantes. Por regla general podemos decir que los creyentes santificados son las personas más felices de la tierra. Gozan de un sólido consuelo que el mundo no puede dar ni quitar. “Sus caminos (los de la sabiduría) son caminos deleitosos”. “Mucha paz tienen los que aman tu ley”. “… mi yugo es fácil y ligera mi carga”. “No hay paz para los malos, dijo Jehová” (Pr. 3.17; Sal. 119.165; Mt. 11.30; Is. 48.22).


DISTINCIÓN ENTRE LA SANTIFICACIÓN Y LA JUSTIFICACIÓN

¿En qué concuerdan y en qué difieren? Esta distinción es importantísima, aunque quizás a primera vista no lo parezca. Por lo general las personas muestran cierta predisposición a considerar sólo lo superficial de la fe, y a relegar las distinciones teológicas como “meras palabras” que en realidad tienen poco valor. Me atrevo a exhortar a aquellos que se preocupan por sus almas, a que se afanen por obtener nociones claras sobre la santificación y la justificación. Acordémonos siempre de que aunque la justificación y la santificación son dos cosas distintas, sin embargo en ciertos puntos concuerdan y en otros difieren. Veámoslo en detalle.


Puntos Concordantes:


1. Ambas proceden de y tienen su origen en la libre gracia de Dios.

2. Ambas son parte del gran plan de salvación que Cristo, en el pacto eterno, tomó sobre sí en favor de su pueblo. Cristo es la fuente de vida de donde fluyen el perdón y la santidad. La raíz de ambas está en Cristo.

3. Ambas se aplican en la misma persona. Los que son justificados son también santificados, y aquellos que han sido santificados, han sido también justificados. Dios las ha unido y no pueden separarse.

4. Ambas comienzan al mismo tiempo. En el momento en que una persona es justificada, empieza también a ser santificada, aunque al principio quizá no se percate de ello.

5. Ambas son necesarias para la salvación. Jamás nadie entrará en el cielo sin un corazón regenerado y sin el perdón de sus pecados; sin la sangre de Cristo y sin la gracia del Espíritu; sin una disposición apropiada para gozar de la gloria y sin el título para la misma.


Puntos en que difieren:


1. Por la justificación, la justicia de otro –en este caso de Jesucristo– es imputada, puesta en la cuenta del pecador. Por la santificación el pecador convertido experimenta en su interior una obra que lo va haciendo justo. En otras palabras, por la justificación se nos considera justos mientras que por la santificación se nos hace justos.

2. La justicia de la justificación no es propia, sino que es la justicia eterna y perfecta de nuestro maravilloso mediador Cristo Jesús, la cual nos es imputada y hacemos nuestra por la fe. La justicia de la santificación es la nuestra propia, impartida, inherente e influida en nosotros por el Espíritu Santo, pero mezclada con flaqueza e imperfección.

3. En la justificación no hay lugar para nuestras obras. Pero en la santificación la importancia de nuestras propias obras es inmensa, de ahí que Dios nos ordene a luchar, a orar, a velar, a que nos esforcemos, afanemos y trabajemos.

4. La justificación es una obra acabada y completa: en el momento en que una persona cree es justificada, perfectamente justificada. La santificación es una obra relativamente imperfecta; será perfecta cuando entremos en el cielo. 

5. La justificación no admite crecimiento ni es susceptible de aumento. En el momento de acudir a Cristo por la fe el creyente goza de la misma justificación de la que gozará para toda la eternidad. La santificación es una obra eminentemente progresiva, y admite un crecimiento continuo mientras el creyente viva.

6. La justificación hace referencia a la persona del creyente, a su posición delante de Dios y a la absolución de su culpa. La santificación, en cambio, se refiere a la naturaleza del creyente, y a la renovación moral del corazón.

7. La justificación nos da título de acceso al cielo, y confianza para entrar. La santificación nos prepara para el cielo, y nos previene para sus goces.

8. La justificación es un acto de Dios en referencia al creyente, y no es discernible para los otros. La santificación es una obra de Dios dentro del creyente que no puede dejar de manifestarse a los ojos de los demás.


Pongo estas distinciones a la atenta consideración de los lectores. Estoy persuadido de que gran parte de las tinieblas, confusión e incluso sufrimiento de algunas personas muy sinceras, se deben a que se confunde y no se distingue la santificación de la justificación. Nunca se podrá enfatizar demasiado el hecho de que son dos cosas distintas, aunque en realidad no pueden separarse, y que el que participa de una ha de participar ineludiblemente de la otra. Pero nunca, nunca, se las debe confundir, ni se debe olvidar la distinción que existe entre las dos.