sábado, 13 de octubre de 2012

¿QUÉ ES EL DISCIPULADO?

¿QUÉ ES EL DISCIPULADO?
Durante la Edad de Oro de Grecia, se podía ver al joven Platón recorriendo las calles de Atenas en búsqueda de su maestro: el andrajoso, descalzo y brillante Sócrates. Aquí, probablemente, está el comienzo del discipulado. Sócrates no escribió libros. Sus seguidores escuchaban atentamente cada palabra que les hablaba y observaban las cosas que él hacía a fin de prepararse para enseñar a otros. Aparentemente el sistema dio resultados: posteriormente Platón fundó la Academia donde se continuó enseñando filosofía y ciencia por novecientos años.
Jesús usó una relación similar con los hombres que Él preparó para expandir el Reino de Dios. Sus discípulos estuvieron con Él día y noche por tres años, escucharon sus sermones y memorizaron sus enseñanzas. Lo vieron vivir la vida que les enseñó. Entonces, después de su ascensión, los discípulos transmitieron las palabras de Cristo a otros y los estimularon a adoptar su estilo de vida y a obedecer sus enseñanzas.
Un discípulo es un estudiante que memoriza las palabras, acciones y estilo de vida de su maestro en preparación para enseñar a otros. El discipulado cristiano es una relación de maestro a alumno, basada en el modelo de Cristo y sus discípulos, en la cual el maestro reproduce en el estudiante la plenitud de vida que él tiene en Cristo, en tal forma que el discípulo se capacite para adiestrar y enseñar a otros.
Un estudio cuidadoso de la vida y enseñanza de Cristo, revela que el discipulado tiene dos componentes esenciales: la muerte a uno mismo y la reproducción. Ambos dieron la tónica al ministerio de Jesús. Él murió para poder reproducir vidas nuevas. Y Él quiere que cada uno de sus seguidores siga su ejemplo.
La muerte a uno mismo
El llamamiento de Cristo al discipulado es un llamado a la muerte a uno mismo, un rendimiento absoluto a Dios. Jesús dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará” (Lucas 9:23-24).
Desde la perspectiva del mundo, la sencillez del llamamiento de Cristo a seguirle, luce exagerada. Hoy en día, si alguien quisiera “vender” un estilo de vida tan exigente, un compromiso tan radical y absorbente, probablemente contrataría la firma publicitaria de mayor prestigio en la capital para que describiera detalladamente, en un folleto a todo color, los beneficios de tal decisión. O utilizaría a la actriz más fascinante y de más renombre y la rodearía de las bellezas más atractivas en un espectáculo donde apareciera mostrando en la forma más convincente el gozo y las delicias de la nueva vida en Cristo. Entonces lo presentaría a la mitad del programa de televisión con mayor audiencia en el país. Pero Jesús es claro y definido: para compartir su gloria, primeramente hay que compartir su muerte. Jesús es Señor de señores y Rey de reyes, y el Señor del universo ordena que cada persona le siga. Su llamado a Pedro y Andrés (Mateo 4:18-19), a Santiago y a Juan (Mateo 4:21), era un mandamiento: “Sígueme”, ha sido siempre una orden, nunca una invitación (ver Juan 1:43). Jesús nunca le rogó a alguien que le siguiera. Él era de una rectitud desconcertante. Confrontó a la mujer del pozo con su adulterio, a Nicodemo con su orgullo intelectual y a los fariseos con su justicia propia. Nadie puede interpretar “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” como un ruego (Mateo 4:17). Jesús ordenó a cada persona renunciar a sus objetivos personales, abandonar sus pecados y obedecerle completamente. Cuando el joven rico rehusó venderlo todo y seguirle (ver Mateo 19:21-22), Jesús no corrió detrás de él tratando de negociar un acuerdo, Él nunca rebajó sus normas. Simplemente dijo: “Si alguno me sirve, sígame…” (Juan 12:26). Jesús esperaba obediencia inmediata. Él no aceptaba excusas (Lucas 9:62). Cuando un hombre quiso sepultar a su padre antes de seguirlo, le dijo: “Sígueme; deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mateo 8:22).
Ninguna persona recibió alabanzas por obedecer el mandamiento de Cristo a seguirle y ser su discípulo: esto era de esperarse. Jesús dijo: “Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos" (Lucas 17:10).
¿Cuándo es que usted se convierte en un cristiano, en un discípulo de Cristo? ¿Cuando camina a lo largo del pasillo de la iglesia? ¿Cuando se arrodilla ante el altar? ¿Cuando llora con toda sinceridad? No es así precisamente. Los primeros seguidores de Cristo se convirtieron en discípulos cuando ellos le obedecieron, cuando “dejando al instante la barca y a su padre, le siguieron” (Mateo 4:22).1
La obediencia al mandamiento de Cristo, “Sígueme”, resulta en la muerte a uno mismo. El cristianismo sin la muerte a uno mismo es meramente una abstracción filosófica, es un cristianismo sin Cristo. Quizá el error fundamental de muchos cristianos consiste en separar el hecho de recibir la salvación del de convertirse en discípulos. Ellos sitúan ambos estados en distintos niveles de la madurez cristiana, asumiendo que es posible ser salvo sin la obligación personal de obedecer las demandas más radicales de Jesús, como la de “tomar la cruz y seguirle” (ver Mateo 10:38). Esta posición se fundamenta en la creencia errónea de que la salvación es primariamente para el beneficio del hombre: hacerlo feliz y evitarle la condenación eterna.
Mientras el don de la salvación de Dios responde a la necesidad fundamental del hombre, la posición humanista de “acéptalo por tu propio bien”, ignora por completo la razón por la cual Cristo murió en la cruz. Dios hace provisión de la salvación para el hombre, con el propósito de traer, por encima de todo, gloria a sí mismo de parte de un pueblo que tiene el carácter de su Hijo (ver Efesios 1:12). La gloria de Dios es más importante que el bienestar del hombre (ver Isaías 43:7). Nadie que entienda el propósito de la salvación, se atrevería a especular sobre si una persona puede ser salva sin aceptar el señorío de Cristo. Él no puede ser el Señor de mi vida, si yo soy el señor de mi vida. Para que Cristo tome el control, yo tengo que morir. No puedo convertirme en un discípulo sin morir a mí mismo e identificarme con Cristo que murió por mis pecados (ver Marcos 8:34). Un discípulo sigue a su Maestro, aun hasta la cruz.
Por mucho tiempo luché para poder comprender las implicaciones prácticas de la “muerte a uno mismo”. ¿Cómo podría esta decidida renuncia de mí mismo encarnarse en mi vida? Lo comprendí finalmente mientras meditaba en Gálatas 2:20: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí…”. Vamos a suponer que el 1º de enero yo volaba sobre Kansas cuando el avión explotó. Mi cuerpo cayó a tierra y yo morí al chocar. Al poco rato un campesino descubrió mi cadáver. No tenía pulso, no latía el corazón, no respiraba. Mi cuerpo estaba frío. Obviamente, yo estaba muerto. Por tanto, el campesino hizo una sepultura, pero cuando colocó mi cuerpo en ella era ya demasiado oscuro para cubrirlo con tierra y decidió dejarlo para el día siguiente, retornando a su casa. Entonces Cristo vino y me dijo: “Keith, tú estas muerto. Tu vida en la tierra ha terminado, pero yo pondré dentro de ti el soplo de vida nueva si tú prometes hacer todo lo que yo te pida e ir a dondequiera que te mande”. Mi reacción inmediata fue: “¡De ninguna manera! Esto es inaceptable. Es una esclavitud”. Pero entonces me di cuenta de que yo no estaba en condiciones de negociar nada y rápidamente volví a mi cordura y estuve plenamente de acuerdo con Él. Al instante mis pulmones, corazón y los demás órganos vitales comenzaron a funcionar de nuevo. Volví a la vida. ¡Había nacido de nuevo! Desde ese momento en adelante no importaba lo que Cristo pidiera que hiciese o a dónde me enviara, yo estaba más que dispuesto a obedecerle. Ninguna tarea era demasiado difícil, ni las horas demasiado largas, ni los lugares demasiado peligrosos. Nada era inaceptable. ¿Por qué? Porque yo no tenía derecho alguno sobre mi vida. Yo estaba viviendo un tiempo prestado, el tiempo de Cristo. Keith había muerto el 1º de enero en un campo de maíz en Kansas. Por consiguiente, yo podía decir con Pablo: “Con Cristo he sido crucificado (estoy muerto), y no vivo yo (Keith), mas Cristo vive en mí…”. Esto es lo que significa morir a uno mismo y nacer de nuevo. El mandamiento de Cristo de “Sígueme” es una orden a participar en su muerte para experimentar una vida nueva. Usted se convierte en un muerto vivo, totalmente entregado a Él.
Una gran paradoja de la vida nueva es que hay una completa libertad en esta muerte. Un hombre muerto no se preocupa ya por sus propios derechos, su independencia, o por las opiniones de otros. Cuando se está unido en un lazo espiritual con el Cristo crucificado, aquellas cosas tan apreciadas en el mundo: riquezas, seguridad y posición, se renuncian. “Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5:24). Un hombre que toma la cruz, uno que está crucificado con Cristo, no siente ansiedad por el mañana, porque su futuro está en las manos de otro. Un predicador soñaba con establecer en las calles céntricas de la ciudad un ministerio desafiante, lleno de poder. Pero cuando los milagros que había esperado no se materializaron, recurrió a la fantasía, distorsionaba las entrevistas, creaba sucesos imaginarios, esperando que esto le traería el respeto de los demás y terminó convirtiéndose en un esclavo de sus visiones de grandeza, un cautivo de sus propias expectativas. Su motivación subconsciente, era la de ganar el asombro y la admiración del mundo cristiano mediante la realización de hechos heroicos para el Reino. Sus pasiones, sueños y visiones nunca fueron crucificados. En realidad, él no había sido libre de la presión por el triunfo y los resultados. Nunca experimentó el alivio que produce no tener que demostrar nada, ni perder nada. Tenía una falsa percepción del discipulado y por esa razón, deseaba servir a Dios de tal manera que él mismo pudiera recibir la gloria.
En contraste, un hombre muerto ha sido liberado para hacer todas las cosas para la gloria de Dios (ver Romanos 8:10). Coloca todo lo que es y todo lo que tiene a la permanente disposición de Dios. Su sumisión al señorío de Cristo lo fortalece para agradar a Dios en cada decisión que toma, cada palabra que dice, cada pensamiento que concibe. Un discípulo contempla toda su vida y ministerio como un acto de adoración (ver 1ª Corintios 10:31). La muerte a sí mismo, lo libera para regocijarse en su compañerismo amoroso con Dios. La muerte a uno mismo es el mandato precursor para convertirse en un discípulo.
Ninguna persona que no haya experimentado la muerte a sí misma, puede calificar como eslabón legítimo en el proceso del discipulado, porque no está capacitada para reproducir  la vida de Cristo en otros. “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Juan 12:24). Sin reproducción no hay discipulado.
Reproducción
Cristo ordenó a sus discípulos reproducir en otros la plenitud de vida que ellos habían encontrado en Él (Juan 15:8). Les advirtió: “Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto” (Juan 15:2). Un discípulo maduro debe enseñar a otros creyentes cómo vivir una vida agradable a Dios y debe equiparlos para adiestrar a otros, para que a su vez, éstos enseñen a otros. Ninguno es un fin en sí mismo. Cada discípulo es parte de un proceso, parte del método escogido por Dios para extender su Reino por medio de la reproducción. Sabemos esto, porque Cristo formó discípulos y ordenó a sus discípulos hacer discípulos (ver Mateo 28:19). Dios podía haber seleccionado cualquier otro método. Él deseaba expandir su evangelio y construir su Reino. No fue ningún accidente que el griego fuera el lenguaje común en el mundo, mucho después de la caída del imperio. Esta lengua tenía ciertos matices que la hacían el medio ideal para comunicar la verdad. También, las carreteras imperiales de Roma que unieron al mundo conocido, podían haber sido construidas para los transportes militares, pero su tráfico más valioso fue el evangelio de Cristo. Así como Dios usó a Grecia y a Roma como instrumentos inconscientes para difundir el evangelio, también podía hacer que la imprenta, la radio y aun la televisión, se inventaran antes del nacimiento de Cristo. Jesús bien podía ser un renombrado autor, un maestro bíblico a través de un programa radial o el primer evangelista de la televisión. Las opciones de Dios no estaban limitadas. Pero en lugar de adoptar cualquiera de estos métodos estilizados, Jesús optó por el discipulado. Él, personalmente se dedicó a adiestrar un pequeño grupo de hombres y los equipó para que a su vez, ellos adiestraran a otros, para que también éstos últimos enseñaran a otros más. Él les ordenó hacer discípulos.
Debo confesar que al principio yo cuestioné la sabiduría de Cristo. Aparentemente, esta inversión en individuos era demasiado lenta. Jesús tomó tres años para discipular a doce hombres y uno de ellos falló. Pensé que yo sería muy afortunado si en tres años pudiera entrenar tan bien a una persona que ésta se me uniera para adiestrar a otros, y a ese paso no sería capaz de hacer ni la más pequeña obra en los dos millones de personas del área de Los Ángeles. A lo más que podía aspirar era a discipular dieciséis personas en toda mi vida. ¿Y qué lograría con esto? Mi pecado era que yo dudaba de la sabiduría y soberanía de Dios. Pero cuando estudié el discipulado, descubrí que Dios había escogido un método sólido y efectivo para construir su Reino. Tendría un comienzo pequeño, como una semilla de mostaza, pero crecería rápidamente al extenderse de persona a persona a través del mundo. Su iglesia sería un movimiento dinámico, no una estructura estática. El discipulado es el único método para reproducir, tanto en cantidad como en calidad, los creyentes que Dios desea.
Las matemáticas son exactas
¿Puede usted imaginarse alcanzando a más de cuatro mil millones de personas con el evangelio? Esta tarea de cumplir la Gran Comisión parece tan desconcertante que aun los visionarios podrían sentirse abrumados y terminarían por no hacer nada. Pero la Biblia es un libro con un método, que al mismo tiempo encierra un mensaje. Y el método de Cristo es hacer discípulos. Cuando vine a este lugar, yo tenía pasión por el evangelismo. Supongamos que yo ganara una persona para Cristo y subsecuentemente lo hiciera cada día por el resto del año. Al final del mismo yo habría ganado 365 personas para el Señor. Si yo continuara haciendo esto por los próximos 32 años, alcanzaría a 11,680. ¡Qué éxito más rotundo! Por otra parte, supongamos que yo alcanzara sólo una persona para Cristo ese primer año. Durante ese tiempo, sin embargo, yo la comienzo a discipular, de manera que se fundamenta firmemente en la fe cristiana y es capacitada para alcanzar y discipular a otra. Al año siguiente, cada uno de nosotros alcanzó a una persona adicional y las adiestramos para unirlas a nosotros en el entrenamiento de otras. Si continuáramos este método por 32 años, habría 4,294,967,296 discípulos –¡la población del mundo!–.
Ya mencioné mis dudas en el principio, pero permítanme compartir ahora mi emoción. Si cada miembro de nuestro grupo de trabajo en Los Ángeles, discipulara una persona cada dos años en forma tal, que sus discípulos se pudieran unir a nosotros para entrenar a otros, podríamos alcanzar el área completa de Los Ángeles –dos millones de personas– en treinta y dos años. Esto significa que, solamente en dieciséis personas, he tenido que invertir treinta y dos años. Y es posible realizar esta tarea. Aun cuando el discipulado tiene un comienzo muy lento, al final de la jornada, el resultado es que la multiplicación alcanza a muchas más personas durante el mismo tiempo, que la adición. La Gran Comisión es factible.
La calidad de la reproducción esta garantizada
Si mi único trabajo fuera evangelizar y cuidar de once mil nuevos creyentes, tan sólo para poder enviarles una tarjeta de Navidad a cada uno, me tomaría de septiembre a diciembre de cada año para hacerlo. Estaría tan ocupado en ganar personas para Cristo, que me sería imposible cuidarlas y ayudarlas a crecer. Necesitaría una computadora para recordar sus nombres. Tal evangelismo irresponsable produciría niños espirituales descuidados que resultarían en creyentes superficiales y débiles. Yo acostumbraba jactarme de mis proezas en el evangelismo (de cómo conocí a un hombre en un avión, hablé con él durante cincuenta minutos y lo conduje a Cristo, aún sin saber su apellido), en alguna forma, yo creía que éxitos como éste fortalecerían mi espiritualidad –hasta que comprendí que había abandonado a la mayoría de esas “víctimas” después de nuestros breves encuentros–. Había experimentado la concepción y el gozo del nacimiento, sin asumir la responsabilidad de la paternidad.
Permítanme ilustrar la gravedad de este fallo. En junio de 1976, mi esposa Katie y yo, fuimos bendecidos con el nacimiento de mellizos, Josua y Paul. Pueden creerme, ellos demandaban nuestra atención las veinticuatro horas del día. Los alimentábamos, cambiábamos sus pañales, los acunábamos y hacíamos todo lo que los buenos padres hacen. Vamos a suponer que cuando los niños tenían tres meses de edad, Katie y yo decidimos tomar un descanso (lo cual hicimos). Así que colocamos a Josua y Paul en su coche para hablar con ellos. Les dijimos que nosotros estábamos agotados y que tomaríamos dos semanas de vacaciones –solos–. Sin embargo, de inmediato les aseguramos que no tenían que preocuparse por nada: “Ustedes han observado cómo nosotros hacemos las cosas, así que, de ahora en adelante ustedes mismos pueden cuidarse. Pero en caso de que olviden algo, les dejamos escritas detalladamente las instrucciones que deben seguir: cómo preparar la leche de fórmula, cómo alimentarse, cómo cambiar sus pañales y el momento en que deben hacerlo. Esas instrucciones las hemos fijado en la puerta de la habitación y hemos dejado nuestro itinerario para que nos llamen si se presenta algún problema. No se preocupen por nada”. Si realmente Katie y yo hubiéramos actuado de esa manera con nuestros hijos de tres meses de edad, nos habrían acusado por abandono y descuido. Los infantes no se pueden alimentar o cuidar por sí solos; tienen que estar vigilados día y noche hasta que son lo suficientemente responsables para sobrevivir por ellos mismos. El discipulado es inseparable de la paternidad responsable. Un padre espiritual, como el padre carnal, está obligado ante Dios por el cuidado y crecimiento de sus hijos. Pablo sabía que él era el padre espiritual de los corintios: “…pues en Cristo Jesús yo os engendré por medio del evangelio” (1ª Corintios 4:15). A los gálatas los llamó “hijitos míos” (Gálatas 4:19) y a Timoteo, “verdadero hijo en la fe” (1ª Timoteo 1:2). También intercedió a favor de Onésimo “mi hijo, a quien engendré” (Filemón 1:10). El que enseña al discípulo sabe que su responsabilidad continúa hasta que éste se convierta en un creyente espiritualmente maduro y reproductor. Tiene que invertir una gran cantidad de tiempo en su discípulo y dar una atención individual a sus necesidades. El discipulado es una reproducción de calidad que asegura que el proceso de multiplicación continuará de generación en generación. El Espíritu de Dios instituyó una salvaguarda para controlar la calidad de la prole espiritual. Pablo señala que la relación entre el maestro y su discípulo se extiende a través de cuatro generaciones: “Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros” (2ª Timoteo 2:2). Aquí Pablo (primera generación) instruye a su hijo espiritual Timoteo (segunda generación), para enseñar las cosas que Pablo le enseñó, a hombres fieles (tercera generación), quienes a su vez enseñarían a otros (cuarta generación). La referencia de Pablo a las cuatro generaciones no es simple coincidencia. Un hacedor de discípulos únicamente sabe si efectivamente ha enseñado, cuando ve que un alumno de su discípulo enseña a otro.
En 1972 Dios llamó a Al Ewert para dirigir nuestro trabajo en el área de Wichita. Él fue mi discípulo. Pasé horas y horas a su lado, que sumaron meses, inculcándole todo lo que sabía para llegar a ser un hombre de Dios. Investigamos juntos los principios bíblicos y los aplicamos a nuestras vidas. Antes de mucho tiempo, Al comenzó a discipular a Don, quien a su vez lo hizo con Maurice. A la luz del mandato de discipular y adiestrar a otros para que enseñen a otros, yo (primera generación) únicamente puedo evaluar mi efectividad con Al (segunda generación), observando como Don (tercera generación), lo está haciendo con Maurice (cuarta generación). Si Al asimila plenamente el discipulado (muerte a sí mismo y reproducción), Don estará bien entrenado para adiestrar a Maurice en la labor de capacitar a otros para enseñar. Maurice es la clave en el proceso.
Es una tendencia humana optar por la producción en masa en lugar de la calidad de la artesanía. ¿Cuán a menudo has escuchado: “ya no se hacen las cosas como antes”? Y, ¿con cuánta frecuencia la respuesta es: “es que no costea”? Solamente un maestro especializado demanda calidad por encima de todo. Su reputación está en juego con cada artículo producido, porque su nombre va envuelto en ello. Jesús es el especialista en hacer discípulos, tanto que cada creyente lleva su nombre. En el discipulado no hay lugar para la mediocridad. Hace dos mil años Jesús se dirigió a una gran multitud de seguidores y con una sencillez intransigente declaró: “Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:27). Jesús redujo a dos las opciones de sus oyentes. Si la respuesta del hombre es la incredulidad, desobedece y muere, se convierte en enemigo de Cristo (ver Mateo 12:30). Si responde en fe, obedece y se convierte en discípulo, muere a sí mismo y se reproduce. Cristo es el Señor de su vida.
Jesús no habla de otra alternativa. Y Cristo sabía que esta era la decisión más importante que cualquier persona pudiera tomar, así que les advirtió que tuvieran en cuenta el costo (ver Lucas 14:28). Y aún cuando pudiera parecer incomprensible, “muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él” (Juan 6:66).
El mandamiento transformador de Cristo, “Sígueme”, es tan ambicioso hoy en día, como lo fue en las orillas del mar de Galilea. No puede ser tomado a la ligera. Tu destino eterno descansa en tu respuesta. O retienes tus derechos, posesiones y tu vida actual, o lo entregas todo al señorío de Cristo a cambio de la vida eterna y la paz con Dios. Nada agradaría más a Cristo que el tú, al igual que Leví, dejándolo todo, te levantaras y le siguieras (ver Lucas 5:28). El llamamiento de Cristo: “VEN Y MUERE CONMIGO”, aún resuena a través de las centurias.
1 Nuestra salvación se debe a la gracia de Dios y se fundamenta en ella. La gracia de Dios es la fuente. Nuestra fe es el instrumento. Pero nuestra obediencia es a la vez, la respuesta humana obligatoria y la evidencia innegable de la salvación (Efesios 2:2-10). Esta es la prueba de nuestra fe. Esto es por lo que Santiago dice “la fe sin obras es muerta” (ver Santiago 2:17).

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