sábado, 13 de octubre de 2012

Capítulo VIII Restauración de Relaciones entre Dios y la Criatura

Capítulo VIII
Restauración de Relaciones entre Dios y la Criatura
Ensálzate sobre los cielos, oh Dios; sobre toda la tierra tu gloria. Salmo 57:5
Es casi una perogrullada decir que el orden en la naturaleza depende de la correcta relación de
todas las cosas. Para lograr la armonía es indispensable que cada cosa esté en perfecta relación
con respecto a otra cosa. En la vida humana, ocurre lo mismo.
He dicho en capítulos anteriores que la causa de todas nuestras miserias es nuestra radical
dislocación moral que trajo enemistad con Dios y con cada uno de nuestros semejantes.
Cualquiera haya sido la caída en el pecado, sus efectos han producido un trastorno en las relaciones
del hombre con su Creador. El hombre adoptó una actitud equivocada con respecto a
Dios, y con eso deshizo los medios de comunicación con su Creador, en la cual, sin que él se
diera cuenta, descansaba su felicidad. La salvación es, esencialmente, la restauración de esas
relaciones, es decir, el retorno a la relación normal del uno con el otro.
Una vida espiritual satisfactoria debe comenzar con un cambio completo en las relaciones
entre Dios y el pecador. No meramente un cambio judicial, sino un cambio conciente y
experimental que afecte toda la naturaleza del individuo. La propiciación por la sangre de Jesús
hace posible ese cambio judicial, y la obra del Espíritu lo hace emocionalmente satisfactorio. La
historia del hijo pródigo ilustra perfectamente esta última fase. El hijo más joven se había metido
en una cantidad de problemas a causa de haber olvidado los privilegios que tenía como hijo de su
padre. Su restauración no fue más que el reestablecimiento de esas relaciones, las cuales existían
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desde su nacimiento, pero que habían sido temporalmente interrumpidas por el pecado. La
parábola pasa por alto el aspecto legal de la redención, para detenerse hermosamente en el
aspecto experimental.
Para determinar las relaciones tenemos que comenzar en algún lugar. Debe haber un
punto fijo desde el cual todo ha de comenzar a medirse, donde no intervenga la ley de la
relatividad, y donde podamos decir "ES," sin ninguna clase de concesiones. Tal punto fijo es
Dios. Cuando Dios quiso dar a conocer su nombre a la humanidad no encontró otro mejor que
"YO SOY." Cuando él habla en primera persona dice, YO SOY; cuando nosotros nos referimos
a él decimos EL ES; cuando nos dirigimos a él le decimos TU ERES. Todo lo demás parte de
esta base. Dios dice, "Yo Soy el que Soy" o sea "jamás cambio."
Así como el marino fija su posición en el mar por la altura del sol, nosotros podemos
saber cuál es nuestra posición moral mirando a Dios. Debemos comenzar con Dios. Nosotros
estamos bien solo cuando estamos en una correcta relación con Dios, y mal cuando estamos en
cualquier otra.
Muchas de nuestras dificultades en la vida cristiana se deben a que no queremos tomar a
Dios tal como él es, y ajustar nuestras vidas conforme a eso. Insistimos en modificar a Dios y en
adaptarlo a nuestra imagen. La carne se resiste contra la inexorable sentencia de Dios, y como
Agag, gime por un poco de misericordia, algo más de indulgencia para sus deseos y apetitos.
Pero esto de nada sirve. Podemos comenzar bien solo cuando aceptamos a Dios tal como Dios
es, y le amamos porque así es. Y cuando le vamos conociendo mejor hallamos una indecible
fuente de gozo al darnos cuenta que no puede ser de otra manera. Algunos de los más sublimes
momentos de nuestra vida han sido los que hemos pasado en reverente admiración de la Deidad.
En estos solemnes momentos no hemos querido ni siquiera pensar en qué pasaría si Dios fuera de
distinta manera.
Comencemos, pues, con Dios. Detrás de todo, por encima de todo, y antes de todo, está
Dios. Primero, en orden de secuencia; por encima, en orden de rango y condición; antes que
todo, en dignidad y honor. Siendo el único que existe por sí mismo, él ha dado origen y
existencia a todo, y todas las cosas existen por él y para él. "Señor, digno eres de recibir gloria, y
honra, y virtud, porque tú criaste todas las cosas, y por tu voluntad tienen ser y fueron criadas"
(Apocalipsis 4:11).
Toda alma pertenece a Dios y existe para complacerle a él. Siendo Dios quien es, y
siendo nosotros quienes somos, la única relación que debe existir es de completo señorío por
parte de él y de completa sumisión por parte de nosotros. Nosotros le debemos a él todo el honor
de que somos capaces de darle. Darle algo menos es causa de nuestra desdicha.
La búsqueda de Dios debe incluir el afán de darle a él todo lo que somos. Y esto no solo
judicialmente, sino real y positivamente. No me estoy refiriendo aquí al acto de justificación por
la fe mediante Cristo. Estoy hablando de una voluntaria exaltación de Dios a su legítimo estrado
sobre nosotros, y el deseo de someter nuestro ser entero al culto y adoración que corresponde a la
criatura dar al creador.
No bien hacemos la decisión de exaltar a Dios por encima de todo, nos apartamos de la
procesión del mundo. Nos damos cuenta que estamos en desacuerdo con el mundo, y ese
desacuerdo se hará más evidente a medida que avancemos en el camino de la santidad. Veremos
las cosas desde un nuevo punto de vista, una nueva psicología se formará dentro de nosotros; un
nuevo poder vendrá a nuestras vidas.
Nuestro rompimiento con el mundo será el resultado directo de nuestra nueva relación
con Dios. Porque el mundo de los hombres caídos no da honra a Dios. Millones hay sí, que se
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llaman a si mismos cristianos, y pagan algún respeto a su Nombre, pero una simple prueba demostrará
cuan poco El es honrado entre ellos. Pregunte a cualquier cristiano nominal quién es el
que predomina en su vida. Pídale que haga una elección entre Dios y el dinero, entre Dios y los
hombres, entre Dios y sus ambiciones personales, entre Dios y el yo humano, entre Dios y el
amor humano, y Dios siempre tomará el segundo lugar. Todas esas otras cosas serán exaltadas
por encima. No importa lo que el hombre diga, la prueba de su elección se verifica día tras día.
"Seas tú exaltado," es el lenguaje de la vida espiritual victoriosa. Es la llavecita que abre la
puerta de los tesoros de la gracia. Es el punto central de la vida de Dios en el alma. Dejad que el
que busca a Dios pueda decir continuamente con la vida y con los labios, "Seas tú exaltado," y
habrá dado con la solución de mil de sus problemas. Su vida cristiana dejará de ser la cosa
complicada que era antes, y vendrá a ser la misma esencia de la simplicidad. Por el ejercicio de
su voluntad habrá marcado el curso que desea seguir, y lo seguirá como si fuera guiado por un
piloto automático. Si por algún momento un viento contrario llegara a apartarlo de la ruta, no
tardará en volver al buen rumbo por una inclinación secreta de su alma. Los impulsos internos
del Espíritu luchan a su favor y "las estrellas en sus cursos" pelean por él. En su alma está
resuelto el problema de su vida, y todos los demás se resuelven por el mismo camino.
Que nadie piense que la entrega absoluta de la voluntad a Dios rebaja la personalidad
humana. El hombre no se degrada por esto, sino al contrario, se eleva a su verdadera y primitiva
dignidad de ser hecho a la imagen de Dios. Su desgracia yace en el hecho de su descomposición
moral, en haber usurpado, en forma antinatural, el lugar que le corresponde a Dios. Su honor será
demostrado por devolver el trono usurpado. Al exaltar a Dios por sobre todas las cosas, el
hombre vuelve a hallar su propio perdido pedestal.
Todo aquel que se resiste a entregar su voluntad a otro, debe recordar las palabras de
Jesús, "Todo aquel que hace pecado, es siervo de pecado" (Juan 8:34).Tenemos necesidad de ser
siervos de alguien, o del pecado, o de Dios. El pecador se vanagloria de su independencia, sin
darse cuenta que es un esclavo de los pecados que dominan sus miembros. El hombre que se
entrega a Cristo cambia un amor cruel y despiadado por uno suave y gentil, un Maestro cuyo
yugo es fácil y ligera su carga.
Habiendo sido hechos a la imagen de Dios, no debe sernos difícil reconocerle y aceptarle
como nuestro dueño. Dios fue nuestra primera habitación, y nuestros corazones no podrán menos
que sentirse en casa al retornar a nuestro antiguo recinto.
Espero que se entenderá fácilmente que es lógico que Dios reclame la preeminencia. Ese
lugar es suyo por derecho propio en el cielo y en la tierra. Cada vez que nosotros ocupamos el
sitio que a El le corresponde, toda la vida se desconcierta. Nada puede ponerse en orden mientras
no hagamos, de puro corazón, la firme decisión de exaltar a Dios por sobre todas las cosas.
"Al que me honra, yo lo honraré" dijo Dios a un antiguo sacerdote en Israel. Y esa
antigua ley espiritual ha permanecido inmutable, no importa el paso del tiempo o el cambio de
las dispensaciones. Toda la Biblia y toda la historia proclaman la perpetuidad de esa ley. "Si
alguno me sirve, mí padre le honrará," dijo el Señor Jesús, enlazando lo viejo con lo nuevo y
revelando la unidad esencial de sus tratos con los hombres.
Muchas veces la mejor manera de entender una cosa es mirando su opuesto. Elí y sus
hijos fueron colocados en el sacerdocio con la estipulación de que honrarían a Dios en su
ministerio y en su vida. Ellos fallaron en hacerlo y Dios le envió a Samuel a anunciarles las
consecuencias. Sin que Elí se diera cuenta esta ley de reciprocidad había estado siempre en
vigor, y ahora había venido el tiempo para el castigo. Ofni y Finees, los sacerdotes depravados,
cayeron en la batalla, la mujer de Ofni murió al dar a luz, el arca de Dios fue capturada por los
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filisteos, y el anciano Elí cayó hacia atrás y se quebró el cuello. Así cayó la tragedia sobre la casa
de Elí por haber faltado en darle el honor a Dios.
En contraste con este cuadro tomemos cualquier otro personaje bíblico que procuró
honrar a Dios en su vida terrenal. Veremos que Dios pasó por alto sus flaquezas, y derramó sobre
ellos gracia y bendición. Ya se trate de Abraham, Jacob, David, Daniel, Elías o cualquier otro, el
honor sigue al honor como la cosecha sigue a la siembra. El hombre de Dios se propone exaltar a
Dios sobre todo; Dios acepta su intención como un hecho, y actúa de acuerdo con eso. No es la
perfección, sino la santa intención lo que hace la diferencia.
El cumplimiento de esta ley se pudo ver en el Señor Jesucristo con toda perfección.
Hallado en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, y dio la gloria a su Padre en los
cielos. Nunca buscó su propia gloria, sino la de Dios que lo había enviado. Dijo en cierta
ocasión, "Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria es nada: mi Padre es el que me glorifica'.' Los
fariseos se habían apartado tanto de esta ley que no podían comprender a una persona que
buscaba solo la gloria de Dios. "Yo honro a mi Padre, y vosotros me habéis deshonrado" (Juan
8:49).
Otro de los dichos de Jesús, y uno de los más perturbadores, fue puesto en forma de
pregunta: "¿Cómo podéis vosotros creer, pues tomáis la gloria los unos de los otros, y no buscáis
la gloria que solo de Dios viene?" Si entiendo bien lo que Jesús quiso decir, fue que el deseo de
recibir honores que domina a los hombres les impide creer lo que dice Dios. ¿Será este pecado la
raíz de toda incredulidad? ¿Podría ser que esas "dificultades intelectuales" que alegan algunos,
sean solo una cortina de humo para disimular la causa real de su incredulidad? ¿Será este
codicioso deseo de recibir honor de los hombres lo que hizo a los hombres fariseos, y a los
fariseos deicidas? ¿Es este el secreto que está detrás de todo auto justificación y hueca
religiosidad? Yo creo que sí. Todo el curso de la vida se altera cuando fallamos en poner a Dios
en el primer lugar. Nos exaltamos a nosotros mismos, en lugar de a Dios, y el resultado es maldición.
Si tenemos deseo de conocer a Dios, tengamos en cuenta que Dios también lo tiene, y su
deseo es hacia los hijos de los hombres que hacen de una vez para siempre, la decisión de
exaltarle por sobre todas las cosas. Hombres como esos son preciosos a Dios, más que todos los
tesoros de la tierra y el mar. Dios encuentra en ellos un escenario donde mostrar su preeminente
bondad en Cristo Jesús para todos los hombres. Con ellos puede andar Dios sin ocultación
alguna; delante de ellos puede actuar como realmente es.
Al expresarme así lo hago con cierto temor. Quizá pueda convencer la mente de alguno
sin conquistar Dios su corazón. Porque esto de poner a Dios por sobre todo no es cosa fácil de
hacer. La mente puede aprobarlo, mientras la voluntad se niega a hacerlo. Mientras la
imaginación corre a encontrar a Dios, la voluntad puede rezagarse, y el hombre no darse cuenta
de cuan dividido está su corazón. El hombre completo debe hacer la decisión, antes que el
corazón pueda sentir una real satisfacción. Dios nos desea a nosotros enteros, y no descansará
hasta conseguirnos enteros.
Oremos sobre esto en detalle, arrojándonos a los pies de Dios, dispuestos a entregarnos a
El por completo. Nadie que ore así sinceramente, tendrá que esperar mucho tiempo antes de
sentir que Dios lo ha aceptado. Dios desea descorrer el velo de su gloria delante de los ojos de
sus siervos, y pondrá todos sus tesoros a disposición de cada uno, porque El sabe que su honor
está seguro en las manos del hombre enteramente consagrado.
¡Oh, Dios, exáltate sobre todas mis posesiones! Ninguno de los tesoros de la tierra será
agradable para mí, si Tú te glorificas en mi vida. Te ensalzaré a tí más que á mis amistades. He
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determinado que Tú estés sobre todo, aunque eso me cueste quedar desterrado y solo en medio
de la tierra. Exáltate sobre todas mis comodidades. Aunque eso significa la pérdida de mi
comodidad y el tener que llevar la cruz, yo guardaré mi voto hecho en este día. Exáltate sobre mi
reputación. Hazme ambicioso solo de agradarte a Ti, aunque eso signifique que me hunda en la
oscuridad y mi nombre sea olvidado como un sueño. Levántate, Señor, a tu lugar de honor sobre
todas mis ambiciones, mis gustos y mis disgustos, sobre mi familia, sobre mi salud, y aun sobre
mi vida misma.
Permíteme menguar, para que Tú puedas crecer, déjame hundir para que tú puedas surgir.
Cabalga sobre mi, como lo hiciste al entrar a Jerusalén, montado en un pollino, hijo de asna, y
permíteme escuchar las voces de las muchedumbres, "¡Hosana en las alturas!"

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