jueves, 25 de octubre de 2012

CRISTIANOS EN LA HISTORIA. Ignacio de Antioquia

CRISTIANOS EN LA HISTORIA. Ignacio de Antioquia 
Ignacio de Antioquia
Ignacio de Antioquia fue uno de los padres de la Iglesia y, más concretamente uno de los padres apostólicos por su cercanía cronológica con el tiempo de los apóstoles. No se sabe en qué año nació Ignacio ni tampoco en qué lugar. Se desconoce todo sobre su familia y las circunstancias en las cuales conoció el cristianismo, también cual fue su trayectoria dentro de la Iglesia.

La primera noticia de sólida apariencia es que fue obispo de la ciudad de Antioquia. Este hecho lo afirma el propio Ignacio en una de sus cartas (Ad Rom 2.2)
Lo aseveran Eusebio (HE III, 22) y otros Padres de la Iglesia. Así se le presenta actualmente.

Antioquia de Siria, conocida también como Antioquia del Orontes, Antioquia «la Grande» o Antioquia «la Bella», era en aquella época una de las principales ciudades del Imperio romano y la tercera urbe más poblada, después de Roma y Alejandría. Su población se calcula en doscientos mil o incluso medio millón de habitantes. No tenía buena reputación pues gran parte de su economía estaba orientada al ocio y el disfrute. Su carácter libre y cosmopolita atraía a muchas gentes que emigraban de diversos lugares trayendo las costumbres y creencias de su lugar de origen. Se sabe por Flavio Josefo (Bellum 7, 46) que había en la ciudad una sinagoga judía numerosa y antigua que gozaba de privilegios especiales.

Poco después de la muerte de Jesucristo y al margen de esa sinagoga, se fundó en Antioquia otra comunidad religiosa, integrada por judeocristianos helenistas expulsados de Jerusalén. Se cree que Bernabé se encontraba entre ellos. Años después, Bernabé atrajo a la ciudad al apóstol Pablo el cual pasó allí una parte prolongada de su vida, dejando una profunda huella de la que Ignacio es deudor. Pablo y Bernabé promovieron en Antioquia un cristianismo cuya práctica no exigía el cumplimiento de los preceptos de la ley ceremonial judía. Este cristianismo paulino estaba dirigido a la población greco-pagana de la ciudad y, en la medida en que se toleró en el culto la presencia de paganos, la nueva comunidad se situó cada vez más al margen de la antigua sinagoga. Las tensiones entre la sinagoga judía y la iglesia cristiana por cuenta de la observancia de la Ley condujeron a una ruptura que quedó significada con el nombre dado a la nueva comunidad. Según el libro de Hechos (Hch 11:26), Antioquia fue el primer lugar donde «los discípulos fueron llamados cristianos», es decir, el primer lugar donde dejaron de ser llamados judíos. Por eso, Antioquia es llamada «madre de las iglesias de la gentilidad».

n cuanto a las fuentes de información sobre Ignacio, encontramos en primer lugar los escritos de Ireneo de Lyón en los cuales relata algunos aspectos muy reseñables de la vida de Ignacio. La información sobre la vida de Ignacio proviene principalmente de sus cartas. A través de ellas se conocen, por ejemplo, algunos datos fundamentales de su persona, como que era obispo de Antioquia y que fue condenado a morir en Roma. También se deduce de su lectura la dramática circunstancia en la que fueron redactadas.

Pues cuando oísteis que venía encadenado desde Siria en el Nombre de aquel que es nuestra esperanza, y que esperaba por vuestras oraciones llegar a Roma y triunfar sobre las fieras, y con ello hacerme discípulo, vinisteis a verme con premura… (Ad Eph 2.2)

Ignacio no pretendía informar en sus escritos sobre una situación que sus interlocutores ya conocían sino que, al hilo de ofrecer consejo y reflexión, fue dejando por sus cartas fragmentos de información sobre sí mismo que, con el paso de los siglos y la ausencia de otras fuentes, se han convertido en apuntes de inapreciable valor.

Sus escritos no tienen, por tanto, un carácter biográfico sino circunstancial y hablan sobre todo del encuentro entre un obispo cristiano condenado a muerte y unas gentes que, atraídas por su fama, salieron a su paso a recibirle y hacer más llevadero su camino.

...incluso las iglesias que no estaban en el camino me escoltaban de pueblo en pueblo... (Ad Rom 9.3)

Una segunda fuente de información proviene de reseñas consignadas en las obras de diversos autores eclesiásticos, en su mayor parte de los padres de la Iglesia. Estos padres, que conocían las cartas de Ignacio, transcribieron en sus propias obras fragmentos de ellas, añadiendo en ocasiones noticias independientes, recibidas seguramente a través de alguna tradición. Como es habitual, se debe a Eusebio de Cesarea (principios del siglo IV) el resumen más completo y verosímil de las mismas. Antes que él se conservan los testimonios, de Policarpo de Esmirna, Ireneo y Orígenes. Hay que mencionar también la obra de dos antioquenos, paisanos de Ignacio: Juan Crisóstomo (finales del siglo IV) y Teodoreto de Ciro (siglo V). Estos dos últimos autores, aunque tardíos, se beneficiaron todavía de la tradición local de la ciudad. Más allá del siglo V y lejos de Antioquia ya no se encuentran noticias fiables.

En este sentido, el testimonio de Eusebio de Cesarea suele prevalecer en la opinión de los eruditos y esto ha sido así en líneas generales desde que comenzaran en el siglo XVI las disputas entre católicos y protestantes sobre los dogmas de fe atribuidos a los padres de la Iglesia.

Se cree que Ignacio escribió siete cartas que redactó en el transcurso de unas pocas semanas, mientras era conducido desde Siria a Roma.

Las cartas de Ignacio son escritas poco tiempo después de la redacción de los evangelios, y de las cartas apostólicas. En ellas se encuentran testimonios que explican la situación de las comunidades cristianas a finales del siglo I y principios del siglo II. Iglesias que habían sido establecidas tras la proclamación del evangelio por parte de los apóstoles Pablo y Juan principalmente.

Se cree que los destinatarios de estas cartas eran las iglesias de Efeso, Magnesia del Meandro, Trales, Roma, Filadelfia y Esmirna, además de una carta personal a Policarpo de Esmirna. El descubrimiento e identificación de estas cartas se produjeron entre los siglos XVI y XVII con mucha polémica acerca de la atribución de todas ellas a Ignacio.

Estos escritos de Ignacio comienzan con un prescripto oriental, estructurado en forma de nomen-cognomen:

“Ignacio, también llamado «Teoforo», a la Iglesia de...”

Este prescripto es tan característico de Ignacio que no sólo comienzan así las cartas auténticas sino también las que escribieron después algunos falsarios. «Teoforo», término griego que significa «el portador de Dios», podría ser un sobrenombre o cognomen utilizado por Ignacio siguiendo los usos de la época. También podría ser una forma de referirse a sí mismo como discípulo de Cristo, ya que lo utiliza igualmente en alguna carta para referirse a los cristianos.

...vosotros sois compañeros de camino, portadores de Dios... (Ad Eph 9.2

Ignacio fue condenado a muerte en tiempos de Trajano acusado, es de suponer, de profesar el cristianismo. En sus cartas, Ignacio se describe a sí mismo utilizando el término griego «katakritos» (condenado a muerte), lo que no aclara las circunstancias de su detención.

En otros lugares afirma llevar cadenas “por causa del Nombre” (Ad Eph 1.2), refiriéndose a Jesucristo.

Aunque fue condenado en Siria y pudo ser ejecutado allí, se ordenó su traslado a Roma. No está clara la razón o necesidad de ese traslado ni el estatus jurídico que tuvo Ignacio durante el mismo. Se han propuesto varias explicaciones, pero ninguna goza de demasiado crédito.

Una de las preocupaciones que tenía Ignacio era que al llegar a Roma los hermanos hicieran lo posible por liberarle. Su deseo era morir, no porque la muerte fuese en sí algo deseable, sino porque consideraba que, a través de ella, había de alcanzar, por imitación, a Cristo: “Permitidme imitar la pasión de mi Dios” (Ad Rom 6.3). Estaba dispuesto a soportarlo todo: “Fuego y cruz, manadas de fieras, quebrantamientos de huesos, descoyuntamiento de miembros, trituramiento del cuerpo, atroces torturas del diablo, vengan sobre mí con tal de alcanzar a Jesucristo” (Ad Rom 5.1).

El cuerpo era, para él, prescindible y, con la muerte, su espíritu había de liberarse: “Cuando el mundo no vea mi cuerpo, seré en verdad discípulo” (Ad Rom 4.2), “si sufro el martirio, seré un liberto de Jesucristo y en él resucitaré” (Ad Rom 4.3), “Cuando eso suceda seré un hombre” (Ad Rom 6.2). Ese alcanzar a Cristo tenía su parte de anhelo místico: “Busco a Aquel que murió por nosotros, quiero a Aquel que resucitó por nosotros” (Ad Rom 6.1), “Dejadme alcanzar la luz pura” (Ad Rom 6.1), “...un agua viva habla dentro de mí y me dice: Ven al Padre.” (Ad Rom 7.2). Más que un final, la muerte representaba para él una transformación radical y positiva:
“Trigo soy de Dios, molido por los dientes de las fieras, y convertido en pan puro de Cristo” (Ad Rom 4.1).

O también un nuevo nacimiento: “Mi parto es inminente” (Ad Rom 6.1). “¡Bello es que el sol de mi vida se vuelva hacia Dios a fin de que en él yo amanezca!” (Ad Rom 2.2).

Más allá de este aspecto místico y martirial, su carta a los romanos es importante también porque atañe a un tema sensible de debate entre los cristianos católicos, protestantes y ortodoxos, a saber, el primado de Roma en los primeros siglos del cristianismo.

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