jueves, 26 de abril de 2012

TU Y TU CASA 3


La casa del creyente en el Nuevo
 Testamento
Mas puede que se objete que todo lo que hemos dicho hasta aquí sobre este punto, no respira más que la atmósfera del Antiguo Testamento, y que los principios y pruebas sólo han sido deducidos de allí. «Ahora, al contrario -se dirá-, Dios actúa hacia nosotros según el principio de la elección y de la gracia, el cual conduce al llamamiento individual de una persona, sin tener en cuenta ningún lazo ni ninguna relación doméstica, de modo que podemos hallar a un santo muy piadoso, devoto y adicto a las cosas celestiales, a la cabeza de una familia impía, desordenada y mundana.»
En oposición a esto, sostengo que los principios del gobierno moral de Dios son eternos y, por consiguiente, deberían ser los mismos y tener su aplicación en todas las edades. Dios no puede enseñar, en un tiempo, que un hombre y su casa son uno y que la cabeza debe gobernarla convenientemente, y luego, en otro tiempo, enseñar que el padre y su familia no son uno y que el padre es libre de dirigirla como le plazca. Esto es imposible.
La aprobación o la desaprobación de Dios respecto a tal o cual cosa deriva de lo que Él es en sí mismo; y como Dios gobierna su casa según lo que él es en sí mismo, él encomienda a sus siervos que dirijan sus casas según el mismo principio. La dispensación de la gracia o del cristianismo ¿ha anulado acaso este bello orden moral? ¡Oh, no! Al contrario; ha agregado, si es posible, nuevas trazas de belleza.
Si la casa de un judío era considerada como parte de sí mismo, la de un creyente ¿lo será tal vez menos? Por cierto que no. Sería hacer un triste abuso y una falsa aplicación de esa celestial palabra gracia, si se autorizara su uso para justificar el desorden y la desmoralización que prevalece en las casas de innumerables cristianos de nuestros días. ¿Es verdaderamente la gracia lo que hace que un padre dé rienda suelta a la voluntad de sus hijos? ¿Es la gracia lo que da libre curso a los caprichos, el mal genio, los apetitos y las pasiones de una naturaleza corrompida? ¡Ay, guardémonos de llamar a eso gracia, por miedo a perder la inteligencia del verdadero sentido de esta palabra, y a llegar a imaginar que la gracia es el principio de todo este mal! Llamemos a esto por su propio nombre: un monstruoso abuso de la gracia; una negación de Dios, no solamente como Gobernador de su propia casa, sino también como Administrador moral del universo: una flagrante contradicción de todos los preceptos inspirados que tratan sobre este tan importante tema.
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Ejemplos tomados del Nuevo Testamento
Ahora bien, dejando el Antiguo Testamento, veamos si no hallamos, en las sagradas páginas del Nuevo, amplias y numerosas pruebas en apoyo de nuestra tesis. En esta gran división del Libro de Dios, ¿el Espíritu Santo separa la familia de un hombre de los privilegios y responsabilidades que el Antiguo Testamento le confieren? Veremos muy claramente que él no hace nada de eso. Vayamos a las pruebas.
Cuando el Señor Jesús envía a sus apóstoles en misión, les dice: “Mas en cualquier ciudad o aldea donde entréis, informaos quién en ella sea digno, y posad allí hasta que salgáis. Y al entrar en la casa, saludadla. Y si la casa [no solamente el jefe] fuere digna, vuestra paz vendrá sobre ella; mas si no fuere digna, vuestra paz se volverá a vosotros” (Mateo 10:11-13). Por otra parte, Jesús le dijo a Zaqueo: “Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto él también es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:9-10).
Asimismo en la casa de Cornelio: “Envía hombres a Jope, y haz venir a Simón, el que tiene por sobrenombre Pedro; él te hablará palabras por las cuales serás salvo tú y toda tu casa” (Hechos 11:13-14). Así fue dicho también al carcelero de Filipos: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa” (Hechos 16:31). Después vemos el resultado práctico: “Y llevándolos a su casa, les puso la mesa; y se regocijó con toda su casa de haber creído a Dios” (v. 34). En el mismo capítulo, Lidia, tras haber sido bautizada, así como su casa, dijo: “Si habéis juzgado que yo sea fiel al Señor, entrad en mi casa, y posad” (v. 15).
“Tenga el Señor misericordia de la casa de Onesíforo”; y ¿por qué? ¿Acaso debido a las buenas acciones de esta casa hacia el apóstol? No -dijo Pablo-, sino porque él, Onesíforo, “me confortó, y no se avergonzó de mis cadenas” (2.ª Timoteo 1:16). “Es necesario que el obispo sea irreprensible… que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad (pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?)” (1.ª Timoteo 3:2, 4-5).
En todas estas citas, hallamos la misma gran verdad, a saber, que cuando Dios visita a un hombre, confiriéndole bendiciones y responsabilidades, visita de la misma manera la casa de este hombre. Recorred toda la Escritura inspirada, desde el principio hasta el fin, y veréis este principio práctico cuidadosamente establecido y asentado. Es algo digno de Dios que lo hagamos conocer; pero, ¡ay, amados hermanos en el Señor, cuán infieles hemos sido y cuánto perjuicio hemos ocasionado al testimonio dado al Hijo de Dios en estos últimos tiempos por nuestras faltas a este respecto y a tantos otros!
El mal se ha manifestado, es verdad, bajo diversas formas: orgullo, vanidad, mundanalidad, espíritu carnal, motivos tristemente mezclados, impío despliegue de una energía puramente carnal o intelectual, empleo de la preciosa Palabra de Dios como un pedestal para elevarnos a nosotros mismos, miserables pretensiones a una posición en la Iglesia o en el mundo, afectación de dones, exposición desleal de principios cuya influencia jamás ha sido realmente experimentada por nuestras conciencias, presentación a los demás de una balanza en la que nosotros mismos jamás nos hemos pesado en presencia de Dios, lamentable estado de una conciencia que, de haber estado en regla, nos habría conducido a ver la manifiesta inconsecuencia que existe entre los principios que profesamos y nuestra manera de actuar.
En todas estas cosas, como en muchas otras, ha tenido lugar una de las más profundas y evidentes caídas, una caída que ha contristado al Espíritu Santo de Dios por el cual profesamos estar sellados, y que ha deshonrado el santo Nombre que es invocado sobre nosotros. El pensamiento de esta caída debería hacernos tomar el saco y las cenizas, cubrirnos de vergüenza y de confusión de rostro, conducirnos a la humillación y a la confesión, no un momento, un día o una semana, sino hasta que Dios mismo nos levante. A veces hemos tenido algunas reuniones de oración y de humillación, pero, ¡ay, hermanos, no bien estamos fuera, probamos, por la detestable ligereza de nuestro espíritu y de nuestra manera de ser, cuán poco hemos realmente juzgado nuestro estado delante de Dios! De esta manera, ¿cómo podría alcanzarse la tan profunda y extendida raíz del mal de nuestros corazones? Nuestra conciencia tiene necesidad de ser profundamente trabajada, a fin de que la semilla de la verdad divina no haya sido sembrada en vano. El instrumento de que Dios se sirve para trabajar y sembrar a la vez, es la verdad. Por consiguiente, Él nos coloca bajo la acción de esta verdad, produciendo, bajo su influencia, un corazón honesto y bondadoso, una conciencia delicada y un espíritu recto. Ahora bien, si la verdad actuara sobre nosotros de esta manera, ¿qué nos revelará? ¿Cuál es nuestro estado? ¿Qué es lo que somos en medio de esta esfera, en la cual el Amo nos ha mandado “negociar entretanto que viene”?
¿A qué se debe que nuestras reuniones de culto, de edificación y de oración sean tan a menudo sin poder y sin eficacia? La promesa de Cristo es, por ende, siempre verdadera: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). Ahora bien, allí donde su presencia es realizada, tiene que haber poder y bendición; pero él no nos hace sentir su presencia a menos que nuestros corazones, verdaderos y rectos delante de él, le busquen como el objeto especial de nuestra reunión. Si tenemos en vista otro objeto aparte de Él, no podemos decir más que estamos reunidos en su Nombre, y, en consecuencia, su presencia no será realizada.
¡Cuántos cristianos asisten a las reuniones sin tener a Cristo como su primer y directo objeto! Unos van para oír los mensajes, a fin de ser edificados. Los reúne la edificación, no Cristo. Puede que haya piadosas emociones, santas aspiraciones, mucho de sentimientos religiosos, un vivo interés intelectual en ocuparse de la letra de las Escrituras o de ciertos puntos de la verdad; mas todo esto puede existir sin la menor realización de la santa y santificante presencia de Cristo, según la promesa hecha en Mateo 18:20.
Otros vienen a la asamblea con el corazón preocupado de lo que quieren decir o hacer. Tienen un capítulo para leer, un himno para indicar, algunas observaciones que hacer, o tienen la intención de orar y esperan el momento favorable para adelantarse. ¡Ay, es perfectamente evidente que no es Cristo el objeto principal de estos cristianos, sino únicamente el yo, sus pobres actos y sus miserables palabras! Estas personas contribuyen a despojar a la asamblea de su carácter de santidad, poder y verdadera elevación, pues, a causa de ellas, no es Cristo el que preside, es la carne la que figura, y eso, además, en las más solemnes circunstancias. La carne puede desempeñar su rol en un teatro o en una tribuna política, pero, en una asamblea de santos, ella debiera ser como si no existiera.
No estoy en absoluto autorizado para presentarme delante del Señor, en una reunión de hijos de Dios, con la premeditación de leer tal o cual capítulo, de indicar tal o cual himno, o con un discurso preparado. Debo venir en medio de mis hermanos para colocarme en la presencia de Dios y someterme a su soberana dirección. En una palabra, si fijara la mira en el nombre de Jesús, él solo sería mi objeto y olvidaría cualquier otra cosa. Eso no quiere decir que al tener a Jesús por objeto, no pueda ni comunicar ni recibir edificación. ¡Oh, muy al contrario!; pues en tanto el Señor esté puesto delante de mí, seré verdaderamente capaz de edificar y de ser edificado. Lo menor está siempre incluido en lo mayor. Si tengo a Cristo, no puedo dejar de tener la edificación, pero si busco ésta en lugar de Cristo, si hago de ella mi objeto, pierdo las dos cosas.
¡Cuántos cristianos hay, además, que van para rendir culto y que no tienen la conciencia purificada, ni el corazón juzgado ni la carne mortificada! Ocupan su lugar en los bancos, pero son fríos y estériles, sin oraciones y sin fe, sin un objeto real. Asisten mecánicamente, porque tienen el hábito de asistir, pero no los motiva un sincero deseo de encontrar al Señor. Para ellos, el congregarse no es más que una pura formalidad religiosa, y para los demás no son otra cosa que un obstáculo para la bendición.
Así pues, numerosas y diversas causas concurren para corromper las fuentes de la vida y del vigor en las asambleas, y ésa es la razón de por qué el testimonio es, en general, tan pobre y tan débil en medio de nosotros. Sólo un profundo trabajo de conciencia sería capaz de sondear hasta el fondo esas causas funestas. ¡Ah!,… “¿Soy yo, Señor?” Es abolutamente inútil esperar una bendición duradera o una verdadera restauración, en tanto no seamos seriamente llevados a una verdadera humillación, a un sincero juicio de nosotros mismos. Si somos llamados a dar testimonio de Cristo, es menester que este llamado nos encuentre a los pies de Jesús, habiendo aprendido, allí, lo que somos, y cuánto hemos faltado.
Nadie tiene el derecho de arrojar la piedra contra el otro. Todos nosotros hemos pecado; todos hemos sido infieles al testimonio del Hijo de Dios; todos hemos contribuido, en alguna medida, al humillante estado de cosas que nos rodea. No se trata aquí de una simple cuestión de iglesia, de una simple diferencia de juicio en cuanto a ciertos puntos de la verdad, por importantes que sean en sí mismos. No, hermanos, el mundo, la carne y el diablo están en el fondo de nuestro triste estado actual, y todos los argumentos que el amor de Cristo podría sugerirnos, se reúnen para invitarnos a que nos juzguemos a fondo a nosotros mismos en la presencia de Dios.
Ahora bien, estoy convencido de que si este juicio tuviera lugar y todo fuese puesto en la luz, se vería que una de las mayores causas de tanto mal, de tanta debilidad y de tan grande caída, consiste en la negligencia de lo que implica la expresión: “Tú y tu casa.” Para algunos observadores, los hijos constituyen la piedra de toque de lo que son los padres; y la casa revela el estado moral de su jefe.
Yo jamás podría formarme una idea exacta de lo que es un hombre, según lo que veo u oigo de él en una asamblea. Allí él puede parecer muy espiritual, y enseñar cosas muy bellas y verdaderas; pero, para juzgar sanamente acerca de su persona, permitidme entrar en su casa, y allí podría conocer de él. Él podría hablar como un ángel del cielo, pero si su casa no es gobernada según Dios, no puede ser un fiel testimonio de Cristo.
El significado de la expresión “casa”
Ahora bien, bajo la expresión “casa”, dos cosas -eventualmente tres- se hallan comprendidas: la casa misma, los hijos y, dado el caso, los criados o domésticos. Estas tres cosas, ya sea que las tomemos juntas o por separado, deberían llevar el sello de lo que pertenece a Dios. La casa de un hombre de Dios debiera ser gobernada por Dios, para su gloria y en su nombre. El jefe de una casa cristiana es el representante de Dios. Ya como padre o como amo, él es, para todos aquellos que están bajo su techo, el depositario de la autoridad de Dios, y tiene el deber de actuar según la inteligencia y el desarrollo práctico de este hecho. Sobre este principio debe dirigir su casa y proveer para la misma. Por eso está escrito: “Si alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su casa, ha negado la fe, y es peor que un incrédulo” (1.ª Timoteo 5:8).
Al descuidar la esfera en la que Dios lo ha establecido, él evidencia conocer poco a Aquel a quien es llamado a representar y, por consecuencia, se asemeja poco a Él. Esto es muy simple. Si yo deseo saber qué cuidado debo tener de aquellos que están bajo mi responsabilidad y cómo debo gobernar mi casa, sólo tengo que estudiar cuidadosamente la manera en que Dios cuida de los suyos y en la cual gobierna su casa. Ésta es la verdadera manera de aprender. No se trata aquí de saber si las personas que constituyen la casa son o no convertidas. Lo que deseo urgir en la conciencia de todos los cristianos jefes de familia, es que todo lo que ellos hacen, de un extremo a otro de su marcha, debería llevar muy visiblemente el sello de la presencia de Dios y de su autoridad; que haya un claro reconocimiento de Dios de parte de cada integrante de la casa. La influencia del padre de familia debiera ser tal que, cuando él está allí, cada uno fuese llevado a decir o pensar: Dios está allí; y ello debiera tener lugar, no para que el jefe de la casa sea loado a causa de su influencia moral y de su juiciosa administración, sino simplemente para que Dios sea glorificado. Éste no es un objetivo demasiado inalcanzable, y nunca deberíamos estar satisfechos con nada inferior a él.
La casa de todo cristiano debiera ser una representación en miniatura de la casa de Dios, no tanto en cuanto a la condición real de cada integrante en particular, sino en cuanto al orden moral y a la piadosa disposición del conjunto. Algunos podrían sacudir la cabeza y decir: «Todo esto es muy bello, pero ¿dónde lo hallamos?». Me limito a preguntar: ¿La Palabra de Dios enseña y prescribe al cristiano a gobernar su casa de esta manera? Si es así, ¡pobre de mí si rehusara obedecer o faltara en fidelidad a la obediencia! Toda persona honesta y de recta conciencia reconocerá que ha tenido lugar una de las más graves caídas en cuanto a la dirección de nuestras casas; pero nada es más vergonzoso que ver a un hombre que a sabiendas se sienta tranquilamente y está muy satisfecho ante el estado de desorden e indisciplina que reina en su casa, por parecerle imposible alcanzar la regla perfecta que Dios le ha propuesto.
Todo lo que tengo que hacer es seguir las directivas de la Escritura, y la bendición seguirá seguramente tarde o temprano, pues Dios no puede negarse a sí mismo. Pero si, por la incredulidad de mi corazón, me persuado de que me es imposible alcanzar la bendición, de seguro que jamás la tendré. Todo privilegio o toda bendición que Dios pone delante de nosotros, exige una energía de fe para su consecución. Es como Canaán para los hijos de Israel: el país estaba delante de ellos, pero ellos debían entrar y tomar posesión de él, pues Dios había dicho: “Todo lugar que pisare la planta de vuestro pie” (Josué 1:3). Así ocurre siempre: la fe toma posesión de lo que Dios da.
Nuestro único objetivo, en todo lo que hagamos, debiera ser glorificar a Aquel que ha hecho de nosotros todo lo que somos y lo que seremos por la eternidad; y ¿qué puede ser más contrario a este objetivo, y más deshonroso para Dios, que ver que la casa de un siervo de Dios es justamente lo contrario a lo que Él desea que sea? ¿Cómo los ojos de Dios debieran considerar tal o cual cosa, si nuestros ojos humanos se escandalizan de ello? Sin embargo, si uno fuese a juzgar según lo que ve en tal o cual casa, parecería como si los cristianos pensaran que no existe la menor relación entre la conducta de su casa y su testimonio. Es muy humillante encontrarse con aquellos que, en su aspecto personal, parecen excelentes cristianos, pero que fallan por completo en el gobierno de sus casas. Ellos hablan de la separación respecto del mundo, pero sus casas presentan la más penosa mundanalidad. Dicen que el mundo es crucificado para ellos y que ellos son crucificados respecto del mundo, y, sin embargo, el sello del mundo puede advertirse en su misma casa por doquier. Cada objeto de ella parece destinado a servir a “los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida” (1.ª Juan 2:16). Altos e imponentes espejos de pared que reflejan la carne misma; suntuosas alfombras y espléndidos muebles y sofás destinados a la comodidad de la carne; aparatosas y brillantes luces que ponen al descubierto el orgullo y la vanidad de la carne. Se nos dirá que al descender a estos detalles pueriles, asumimos un terreno muy bajo. A ello contesto que las hijas de Sion habrían podido decir exactamente lo mismo acerca de estas palabras que el Señor les dirige en Isaías 3:18-23: “Aquel día quitará el Señor el atavío del calzado, las redecillas, las lunetas, los collares, los pendientes y los brazaletes, las cofias, los atavíos de las piernas, los partidores del pelo, los pomitos de olor y los zarcillos, los anillos, y los joyeles de las narices, las ropas de gala, los mantoncillos, los velos, las bolsas, los espejos, el lino fino, las gasas y los tocados.” ¿No era eso descender a detalles nimios? ¿No podría decirse lo mismo de este pasaje de Amós 6:1-6: “¡Ay de los reposados en Sion…! que duermen en camas de marfil, y reposan sobre sus lechos; y comen los corderos del rebaño, y los novillos de en medio del engordadero; gorjean al son de la flauta, e inventan instrumentos musicales, como David”? El Espíritu de Dios puede descender a los detalles, cuando la ocasión así lo requiere. ********************
Pero algunos todavía pueden decir: «Nuestras casas debieran estar en armonía con el rango que ocupamos en la sociedad, y amuebladas en consecuencia.» Tal objeción no hace más que revelar muy abiertamente el verdadero estado de alma de aquel que la esgrime: un estado mundano, sin duda. «¡Nuestro rango en la sociedad!» Este terreno, sin duda, es el mundo. ¿Qué quiere decir realmente esta expresión, cuando se aplica a aquellos que profesan estar muertos al mundo? Hablar de nuestro rango en la sociedad, de nuestra «posición social», es negar los mismos fundamentos del cristianismo. Si tenemos un rango según el mundo, entonces se sigue que debemos vivir como hombres en la carne, o como hombres naturales, y entonces la ley tiene todo su imperio contra nosotros, pues “la ley se enseñorea del hombre entretanto que este vive” (Romanos 7:1). Este rango en la vida, esta posición social, viene a ser, pues, un asunto muy serio.
Permitidme preguntaros: ¿Cómo se obtuvo ese rango social? o ¿en qué vida se lo encuentra? Si es en esta vida, seríamos, pues, mentirosos cuando decimos que hemos sido “crucificados con Cristo” (Gálatas 2:20), “muertos con Cristo” (Colosenses 2:20), “sepultados con Cristo” (Romanos 6:4), “resucitados con Cristo” (Colosenses 3:1), que hemos “salido fuera del campamento hacia Cristo” (Hebreos 13:13), que no estamos “en la carne”, que no somos “del mundo que pasa” (1.ª Juan 2:17). Todas estas palabras, pues, son algunas de las tantas brillantes mentiras en la boca de aquellos que poseen -o pretenden poseer- un rango en esta vida. Ésta es la verdad del asunto; y debemos dejar que la verdad alcance nuestras conciencias y actúe en ellas, a fin de que ejerza su influencia sobre nuestra vida práctica.
¿Cuál es, pues, la única vida en que tenemos un rango?: La vida de resurrección de Cristo. Ésta es la vida en la cual el amor redentor nos ha dado un rango. Y seguramente, sabemos muy bien que los mobiliarios mundanos, las vestimentas costosas, la ostentación y el lujo, no tienen nada que ver con el rango en esta vida. ¡Oh, no! Lo que está en armonía con la vida celestial que Jesús ha ganado para nosotros y nos ha comunicado, es la santidad de carácter, la pureza de vida, el poder espiritual, una profunda humildad, la caridad, la separación de todo lo que sabe directamente al mundo y a la carne; no hay duda de que adornar nuestras personas y nuestras casas con esas cosas, sería ciertamente adornarlas «conforme al rango que ocupamos en la sociedad». Pero esta objeción pone, de hecho, al descubierto el verdadero principio que yace en el fondo del corazón. Ya ha sido observado que la casa revela la condición moral del hombre, y esta objeción confirma tal declaración. Aquellos que hablan, o piensan, acerca de su rango en esta vida, “en sus corazones, se volvieron a Egipto” (Hechos 7:39). Y ¿cuál será el fin de los tales de acuerdo con lo que Dios dice? “Os transportaré, pues, más allá de Babilonia” (Hechos 7:43). Es de temerse sobremanera que la “gran piedra de molino” de Apocalipsis 18 nos presente un cuadro demasiado fidedigno del fin de muchos de los elementos enfermizos, espurios y huecos del cristianismo de nuestros días.
Sin embargo, alguien puede alegar todavía que el cristianismo no aprueba el desorden y la suciedad de las casas, a lo que diría que eso es perfectamente cierto. Conozco pocas cosas que sean más penosas y deshonrosas que ver la casa de un cristiano caracterizada por la suciedad y el desorden. Tales cosas jamás deberían existir en relación con una mente verdaderamente espiritual o incluso bien ordenada. Donde tales cosas existen, podemos estar seguros de que ellas son la consecuencia de algún mal moral. Aquí todavía la casa de Dios se nos presenta de forma especial como un bendito modelo. Sobre la puerta de esta casa puede verse inscripta esta preciosa divisa: “Hágase todo decentemente y con orden” (1.ª Corintios 14:40). En consecuencia, todos aquellos que aman a Dios y a Su casa, desearán ver este principio aplicado en sus propios hogares.
El gobierno de los hijos
Aparte de la casa propiamente dicha, el otro punto que veo incluido en la expresión “Tú y tu casa” es el gobierno de los hijos. ¡Ah, éste es un punto doloroso y profundamente humillante para muchos de nosotros, puesto que revela un cúmulo de tristes fracasos! El estado de los hijos tiende a manifestar, más que toda otra cosa, el estado moral de los padres. La medida real de mi renunciamiento a mí mismo y al mundo, se mostrará constantemente en los pensamientos que tengo acerca de mis hijos y en la manera en que trato con ellos y los dirijo. Yo hago profesión de haber renunciado al mundo en cuanto a mí personalmente; pero, ¿he renunciado también al mundo para mis hijos? Algunos exclamarán: «Pero ¿cómo podría hacerlo? Mis hijos no son convertidos y, por consiguiente, son del mundo.» Aquí de nuevo se revela el verdadero estado moral del corazón de aquel que habla así. Él mismo realmente no ha renunciado al mundo, y sus hijos le sirven de pretexto para echar mano nuevamente de las cosas a las que otrora profesó renunciar, pero que en realidad guardaba en el corazón. Mis hijos ¿son o no parte de mí? Seguramente que sí. Pues bien, si yo profeso haber dejado el mundo para mí mismo (Gálatas 6:14), y aun así lo busco para ellos, ¿qué es eso sino la extraña anomalía de un hombre que está mitad en Egipto y mitad en Canaán? Bien sabemos dónde está realmente este hombre en su totalidad: el tal está, de hecho y de corazón, enteramente en Egipto.
Hermanos, es aquí donde debemos juzgarnos a nosotros mismos. La dirección de nuestros hijos testifica contra nosotros. Supongamos que les damos a nuestros hijos maestros de música y danza: éstos no son seguramente los agentes que el Espíritu Santo elegiría para llevarlos a Cristo, ni tampoco ello guarda ninguna armonía con el elevado y santo nazareato al que somos llamados. Si yo los educo para el mundo antes que para el testimonio de Cristo, ello demuestra que Cristo no es la porción que mi alma ha elegido como plenamente suficiente para mí y como la más apreciada. Pues en fin, lo que estimaría suficiente para mí, yo lo estimaría suficiente para mis hijos, los cuales son parte de mí; y ¿sería tan insensato como para educarlos para este mundo y para Satanás, que es su príncipe? ¿Alimentaría en ellos y consentiría aquellas cosas respecto de las cuales hice profesión de haber dado muerte en relación conmigo? ¡Ello es un grave error! Y tarde o temprano veremos las tristes consecuencias. Si dejo a mis hijos en Egipto, ello implica que yo mismo estoy allí todavía. Si los dejo gozar de Babilonia, ello indica que yo mismo amo todavía sus falsos deleites. Si mis hijos pertenecen de hecho a un sistema religioso corrupto y mundano, es porque, en principio, yo mismo pertenezco a él. “Tú y tu casa” son uno; Dios los ha hecho uno, y “lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (Mateo 19:6).
Ésta es una verdad solemne y escudriñadora, a la luz de la cual podemos ver claramente el mal que significa hacer o dejar que nuestros hijos sigan una senda respecto de la cual hemos profesado haber vuelto la espalda para siempre, por creer firmemente que ella desemboca en el infierno. Profesamos estimar como “estiércol” y “escoria” (Filipenses 3:8), la literatura, los honores, las riquezas, las distinciones y los placeres del mundo; pues bien, las mismas cosas que hemos declarado ser sólo obstáculos para nuestra carrera cristiana, y que hemos profesado haber desechado para nosotros mismos, ¿las recomendaríamos diligentemente a nuestros hijos como esenciales para su progreso? Actuar así sería olvidar completamente que las cosas que son obstáculos para nosotros, no pueden absolutamente ser una ayuda para nuestros hijos, si queremos que ellos logren el mismo objetivo que nosotros[6]. Sería infinitamente mejor y más sincero quitar la máscara de nuestra propia mundanalidad y declarar francamente que no hemos abandonado el mundo absolutamente; y nada podría poner mejor esto de manifiesto que nuestros hijos.
Yo creo que, por el estado de nuestras familias, el justo juicio del Señor muestra cuál es el estado real del testimonio entre nosotros. En un gran número de casos, los hijos de los cristianos son conocidos como los más salvajes e impíos del vecindario. ¿Debiera ser así? ¿Tendría Dios por aceptable el testimonio de padres de tales hijos? ¿Estos hijos serían así, si los padres marcharan fielmente delante de Dios en cuanto a sus casas? A todas estas preguntas uno debería necesariamente responder: no. Si los padres cristianos tan sólo hubiesen mantenido firmemente en su conciencia este principio: “Tú y tu casa”, y el mismo hubiese penetrado inteligentemente en su mente, habrían comprendido que podían contar con Dios y clamar a él, tanto para el testimonio de su casa como para el suyo propio, los cuales, en realidad, no pueden ser separados, por más que se lo intente de la manera que fuere, pero en vano.
¡Cuán a menudo uno se sintió acongojado al oír palabras como éstas: «El tal es un muy querido hermano, piadoso y devoto; pero es una lástima que tenga los hijos más descarados y salvajes del vecindario, y que su casa presente tan triste mezcla de indisciplina y confusión»! Pregunto qué valor tiene el testimonio de tal hombre delante de Dios. ¡Ay, muy poco por cierto! Él puede ser salvo, pero la salvación ¿será todo lo que hemos de desear? ¿Acaso no hemos de dar ningún testimonio? Y si lo hubiere, ¿cuál es? y ¿dónde debiera ser rendido? ¿Habrá de estar limitado a los bancos de un salón de reunión, o ha de ser visto también en nuestras casas? ¡Que el corazón responda!
Uno podrá decir: «Nuestros niños desearán y tendrán necesidad de algunos goces del mundo, y no podemos rehusárselos: no podemos poner viejas cabezas sobre jóvenes hombros.» A ello respondo: Nuestros corazones también con frecuencia anhelan gozar de varias cosas del mundo; ¿satisfaríamos todos sus deseos? No -espero-, pero sí los juzgaríamos. Entonces hagamos exactamente lo mismo con los deseos de nuestros niños. Si veo que mis hijos suspiran tras el mundo, debo inmediatamente juzgarme y disciplinarme a mí mismo delante de Dios, clamándole a él que me dé la capacidad necesaria para reprimir estos pensamientos mundanos, de modo que el testimonio no sufra. No puedo sino creer que si el corazón de los padres está, del centro a la circunferencia, purificado del mundo, de sus principios y de sus deseos, ello ejercerá una poderosa influencia sobre toda su casa.
Esto es lo que hace esta cuestión de tan vasta magnitud y de tanta importancia práctica. ¿Es mi casa un criterio exacto por el que puedo juzgar mi real estado moral? Yo creo que toda la enseñanza de la Escritura está a favor de una respuesta afirmativa; y esto es lo que hace nuestro tema particularmente solemne. ¿Cómo marcho como jefe de familia? Mi carácter y mi conducta ¿son lo suficientemente inequívocos de modo de resultar a todos evidente que mi supremo y único objeto es Cristo, y que yo no estoy más dispuesto a educar a mis hijos para el mundo ni a desear el mundo para ellos, que a abrir ante ellos, si pudiera, las puertas del infierno y dejar que entren? Siento que esto calará hondo en nosotros y nos sobrecogerá de temor; no obstante, pienso que es nuestro deber proseguir con esta interrogante hasta sus últimos límites.
¿De dónde proviene, en muchos de los casos, esta terrible profanación, esa disposición a burlarse de las cosas sagradas, esa absoluta aversión por las Escrituras y por las reuniones en donde se abren esas Escrituras, y ese espíritu escéptico e incrédulo, tan deplorablemente manifiesto en los hijos de cristianos profesantes? ¿Osará alguno decir que esto no es una falta de los padres? ¿No se debe esto, en gran parte, a la triste incongruencia que existe entre los principios profesados y la conducta seguida por los padres? Yo creo que sí.
Los niños son perspicaces observadores, y muy pronto descubren lo que son realmente sus padres. Ellos sacan sus conclusiones, no tanto de las oraciones y las palabras de sus padres, sino, de una manera mucho más expeditiva y exacta, de los actos de aquéllos, de donde disciernen en seguida los principios y los motivos. Y aunque los padres les enseñen que el mundo y los caminos del mundo son malos, y aunque oren para que todos los miembros de su familia conozcan y sirvan al Señor, no obstante, si se los educa para el mundo, si se procura muy industriosamente que progresen en él, que se agarren fuertemente de él y que logren tener éxito en él mediante toda oportunidad que se presente, festejando su éxito cuando ellos mismos han logrado que sus hijos se establecieran en el mundo, todas las demás enseñanzas y todas las oraciones se tornarán ineficaces. Los hijos comenzarán a decir en sus corazones: «¡Ah, el mundo es un buen lugar después de todo, pues nuestros padres dan gracias a Dios por habernos dado un destino, un lugar, en este mundo, que consideran como un significativo favor de la Providencia divina. Todo lo que ellos dicen, pues, acerca de estar muertos al mundo y resucitados con Cristo, cuando declaran que el mundo está bajo juicio y que nosotros somos extranjeros y peregrinos en él, todos esos dichos peculiares de ellos deben ser considerados como cosas sin sentido o, de lo contrario, los cristianos -así llamados- deben ser considerados como unos embusteros!» ¿Quién podría dudar de que tales razonamientos como éstos nunca se le han cruzado por la mente a muchos hijos de padres profesantes? No tengo la menor duda de ello. La gracia de Dios, sin duda, es soberana, y puede triunfar sobre todos nuestros errores y fracasos; pero ¡oh, pensemos en el testimonio, y velemos por que nuestras casas sean realmente administradas para Dios y no para Satanás[7]!
Pero puede que se diga: «¿Cómo se las arreglarán nuestros hijos para salir adelante y satisfacer sus necesidades? ¿No es necesario que progresen en la vida? ¿No es necesario que estén en condiciones de ganarse su pan?». Sin duda que sí. Dios nos ha hecho para trabajar. El hecho mismo de que él nos haya dado dos manos prueba que no debemos ser ociosos. Pero yo no veo la necesidad de conducir con fuerza a mis hijos dentro de un mundo que yo mismo he abandonado, con el objeto de darles un medio de trabajo. El Dios Altísimo, el Poseedor de los cielos y de la tierra, tuvo un Hijo, su único Hijo, el heredero de todas las cosas, por quien asimismo hizo el universo; y cuando envió a su Hijo al mundo, no le aseguró ninguna profesión erudita, sino que fue conocido como “el carpintero” (Marcos 6:3). Eso ¿no nos dice nada? ¿No nos enseña nada?
Ahora, Cristo ha ascendido a lo alto y se sentó a la diestra de Dios. Así resucitado, es nuestra Cabeza, nuestro Representante y nuestro Modelo; pero nos ha dejado un ejemplo, para que sigamos sus pisadas (1.ª Pedro 2:21). ¿Seguimos Sus pisadas al procurar hacer que nuestros hijos progresen y se destaquen en este mismo mundo que le crucificó? Seguramente que no; más bien hacemos lo contrario, y el resultado de ese curso de acción no tardará en manifestarse, pues está escrito: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7). Si con respecto a nuestros hijos sembramos para la carne y para el mundo, podemos saber lo que cosecharemos. Pero no quisiera que de ninguna manera se me malinterprete: no estoy diciendo que un padre cristiano debiera colocar a sus hijos por debajo del nivel en que el Señor le ha puesto a él mismo. No creo que estuviera justificado para hacer esto. Si mi llamamiento fuese uno piadoso, ello será lo apropiado para mis hijos, así como lo es para mí. Todos no pueden ser carpinteros, es cierto; sin embargo, uno siente que, en un tiempo de progreso como el presente, donde la gran divisa pareciera ser: «Adelante y arriba en el mundo», el corazón encuentra una profunda gloria moral en el hecho de que el Hijo de Dios -el Creador y Sustentador del universo- haya sido conocido entre los hombres únicamente como “el carpintero”. Esto seguramente nos enseña que los cristianos no debiéramos estar procurando «grandes cosas» para nuestros hijos.
No solamente con respecto al objeto de la educación de nuestros hijos hemos faltado y arruinado el testimonio, sino que hemos pecado también al no haberlos mantenido, en general, en sujeción a la autoridad paterna. A este respecto, ha habido una gran falta de parte de los padres cristianos. El espíritu del presente siglo es un espíritu de independencia y de insubordinación. “Desobedientes a los padres”, constituye uno de los rasgos de la apostasía de los últimos días (2.ª Timoteo 3:2), y nosotros hemos personalmente contribuido a su desarrollo mediante una aplicación completamente falsa del principio de la gracia, como también por no ver que la relación de padre y de madre comprende un principio de autoridad ejercido en justicia, sin el cual nuestras casas presentarían un triste espectáculo de anarquía y confusión. No proviene de la gracia el hecho de mimar y consentir una voluntad no santificada. Nos afligimos por no tener una voluntad quebrantada y sumisa, y, al mismo tiempo, nos esmeramos en fortalecer la voluntad propia de nuestros hijos. ¡Qué incongruencia!
A mi juicio, siempre es una prueba de debilidad en el ejercicio de la autoridad paterna, así como de ignorancia respecto a la manera en que el siervo de Dios debe gobernar su casa, el hecho de que un padre o una madre le diga a su hijo: «¿Quieres esto o aquello? ¿Quieres hacer tal cosa o tal otra?». Esta pregunta, por simple que parezca, tiende directamente a crear o alimentar eso mismo que debiéramos reprimir y someter por todos los medios a nuestro alcance, es decir, el ejercicio de la voluntad propia en el niño. Por eso, en vez de decirle al niño: «¿Quieres hacer tal cosa?», digámosle primeramente lo que él debe hacer, y jamás permitamos que se le cruce por la cabeza la idea de poner en duda nuestra autoridad. La voluntad de un padre debe ser considerada como suprema por su hijo, pues el padre está para él en el lugar de Dios. Todo poder pertenece a Dios, y Él ha investido de poder a Su siervo, ya sea como padre o como madre. Si, pues, el hijo o el siervo resisten a este poder, resisten a Dios[8].
En cuanto a los siervos, se dice: “Todos los que están bajo el yugo de esclavitud, tengan a sus amos por dignos de todo honor, para que no sea blasfemado el nombre de Dios y la doctrina” (1.ª Timoteo 6:1). Notad que se dice: “Dios y la doctrina.” ¿Por qué? Porque se trata de una cuestión de poder. El nombre de Cristo y la doctrina ponen al amo y al siervo en un mismo nivel, como miembros del mismo cuerpo (en Cristo Jesús no hay diferencia, Gálatas 3:28); pero cuando salgo de allí y me adentro en las relaciones de aquí abajo, me encuentro con el gobierno moral de Dios que hace a uno amo y a otro siervo; y toda infracción cometida contra el orden establecido por este gobierno atraerá un juicio infalible.
El gobierno moral de Dios
Es de inmensa importancia tener un claro entendimiento de la doctrina del gobierno moral de Dios. Ello resolvería muchas dificultades y zanjaría un sinnúmero de cuestiones. Este gobierno se ejerce con una decisión y una justicia particularmente solemnes. Si buscamos en la Escritura todo lo relativo a este tema, hallaremos que, en cada caso en que ha tenido lugar un error o un pecado, este mal ha producido indefectiblemente sus frutos. Adán tomó del fruto prohibido y, al instante, fue expulsado del jardín a un mundo gimiente bajo el peso de la maldición causada por su pecado. Jamás fue reemplazado en el paraíso. La gracia, es verdad, intervino, y le hizo la promesa de un Libertador (Génesis 3:15); además, ella cubrió su desnudez (Génesis 3:21). Sin embargo, su pecado produjo su resultado. Adán tropezó, y jamás recobró lo que había perdido por ello.
Moisés, en las aguas de Meriba, abrió su boca con ligereza y, de inmediato, el Dios justo le prohibió la entrada en Canaán. En este caso también la gracia intervino, y aportó algo mejor que lo que había sido perdido: pues era mucho mejor contemplar, desde la cumbre del Nebo, las llanuras de Palestina en compañía de Jehová, que habitarlas con Israel (Deuteronomio 34:1-5).
En el caso de David, hallamos también el mal seguido de su consecuencia. David cometió adulterio, y esta sentencia solemne fue inmediatamente pronunciada: “No se apartará jamás de tu casa la espada” (2.ª Samuel 12:10). Aquí también la gracia abundó, y David se gozó de ello, con un sentimiento más profundo, cuando ascendía la cuesta de los Olivos con los pies descalzos y la cabeza cubierta, como jamás lo había disfrutado en medio de los esplendores del trono (2.ª Samuel 15:30). Sin embargo, su pecado produjo sus resultados. David cometió una falta, y jamás recobró lo que perdió.
De ninguna manera este principio -del pecado que lleva su fruto- se limita meramente a los tiempos del Antiguo Testamento. También tenemos varios ejemplos en el Nuevo Testamento. Vemos a Bernabé, por ejemplo, expresar su deseo -aparentemente muy conveniente- de conservar la sociedad de su sobrino Marcos (Hechos 15:37). Desde ese momento, Bernabé pierde el honorable lugar que tenía en los registros del Espíritu Santo, quien no hace ninguna mención más de él. Su lugar fue luego ocupado por un corazón más enteramente devoto, más libre de los afectos puramente naturales, que el de Bernabé[9].
El gobierno moral de Dios es una verdad de la mayor importancia; es tal, que aquel que obra mal, cosechará indefectiblemente el fruto de su mal, independientemente de que sea creyente o incrédulo, santo o pecador. La gracia de Dios puede perdonar el pecado, y lo hará, seguramente, todas las veces que el pecado fuere juzgado y confesado; pero como el pecado asesta un golpe a los principios del gobierno moral de Dios, es menester que el ofensor sea llevado a sentir su falta. Él cometió un error, y necesariamente deberá sufrir las consecuencias. Ésta es una verdad muy solemne, pero particularmente saludable, cuya acción ha sido miserablemente entorpecida por falsas nociones acerca de la gracia. Dios nunca permite que su gracia estorbe su gobierno moral. No podría hacerlo, porque ello causaría confusión, y “Dios no es Dios de confusión” (1.ª Corintios 14:33).
El gobierno de la casa y las consecuencias de su ejercicio
Con respecto a esto ha habido muchos fracasos en el gobierno de nuestras casas. Hemos olvidado el principio del justo gobierno que Dios ha puesto ante nosotros, y que Él nos ha dado un ejemplo al ejercerlo[10].
Mi lector no debe confundir el principio del gobierno de Dios con Su carácter. Estas dos cosas son distintas. El primero es justicia, el segundo es gracia; pero lo que quiero hacer resaltar ahora, es el hecho de que la relación de padre y de madre implica un principio de justicia, y que si este principio no recibe su debido lugar en el gobierno de la familia, deberá haber confusión. Si veo a un niño, extraño para mí, haciendo mal, no tengo ninguna autoridad de parte de Dios para ejercer una justa disciplina respecto de él; pero no bien veo a mi propio hijo haciendo mal, deberé disciplinarlo; simplemente porque soy su padre.
Mas puede que uno diga que la relación de padre a hijo es una relación de amor. Es verdad; está fundada en el amor, como está escrito: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seáis llamados hijos de Dios” (1.ª Juan 3:1). Mas aunque esta relación esté fundada en el amor, ella es ejercida en justicia, pues está escrito también: “Es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios” (1.ª Pedro 4:17). Así también Hebreos 12 nos enseña que el hecho mismo de ser hijos legítimos nos coloca bajo la justa disciplina de la mano del Padre. Y en Juan 17, la Iglesia es encomendada a los cuidados del Padre santo para que la guarde en su nombre.
Ahora bien, todas las veces que los padres cristianos pierden de vista esta gran verdad, sus casas han caído en el desorden. No supieron gobernar a sus hijos y, como consecuencia de ello, sus hijos, con el tiempo, los han gobernado a ellos, pues es menester que el gobierno esté en alguna parte; y si aquellos en cuyas manos Dios puso las riendas, no las tienen como debieran, ellas caerán pronto en malas manos. ¿Podrá haber algo más triste y vergonzoso que ver a los padres gobernados por sus hijos? No dudo de que, a los ojos de Dios, ello presenta una terrible mancha moral, que seguramente atraerá tarde o temprano Su juicio. Un padre que deja deslizar de sus manos las riendas del gobierno, o que no las retiene tenazmente, falta gravemente a su santa y elevada responsabilidad de ser, para su familia, el representante de Dios y el depositario de Su poder. Yo no creo que tal hombre pueda jamás recuperar completamente su posición ni ser, en su tiempo y generación, un fiel testigo de Dios. Puede ser un objeto de la gracia; pero un objeto de la gracia y un testigo para Dios son dos cosas completamente diferentes. Esto puede explicar el lamentable estado de muchos hermanos. Ellos han faltado totalmente a su deber de gobernar sus casas según el Señor, y por eso han perdido su verdadera posición y su influencia moral; de ahí que su energía se viera paralizada, sus bocas cerradas, su testimonio anulado; y si alguno de ellos quisiera alzar su voz débilmente, el dedo del escarnio señalará de inmediato a su familia, trayendo rubor a sus mejillas y remordimientos a su conciencia.
No todos tienen siempre un parecer correcto sobre este tema, y buscan las causas del fracaso en sus fuentes legítimas. Muchos se apresuran demasiado a considerar como algo natural e inevitable el hecho de que sus hijos hayan de crecer en la desobediencia y la mundanalidad. Sostienen que «mientras los niños son chicos, es natural y está bien que así sea; pero esperemos que vengan más grandes, y veremos que nos veremos obligados a dejarlos irse al mundo.» Ahora bien, me pregunto: ¿Es según el pensamiento de Dios que los hijos de Sus siervos hayan de crecer necesariamente en la mundanalidad y la insubordinación? Jamás podría creer tal cosa. Pues bien, si no es el pensamiento de Dios que los niños crezcan así; si Dios, en su misericordia, ha abierto a los niños de Sus santos los mismos senderos que a estos últimos; si Él autoriza a los padres cristianos a elegir para su familia la misma parte que, por Su gracia, han elegido para sí mismos; si, después de todo esto, los hijos crecen en la mundanalidad y haciendo su propia voluntad, ¿qué conclusión puede sacarse, sino que los padres han faltado y pecado gravemente en el ejercicio de su relación y de su responsabilidad, para perjuicio de los hijos y para la deshonra del Señor? Pero ¿deben ellos hacer un principio general de lo que no es sino el resultado de su infidelidad, y pronunciar que todos los hijos de cristianos deben crecer como los de ellos? ¿Harán bien en desalentar a los padres jóvenes a que elijan el terreno de Dios relativo a sus hijos proponiéndoles sus abominables fracasos, en vez de alentarlos a poner ante ellos la infalible fidelidad de Dios hacia todos aquellos que le buscan en el camino de Sus mandamientos? Actuar así sería imitar al viejo profeta de Betel que, por hallarse él mismo en el mal, procuró arrastrar también a su hermano en él, contribuyendo a que fuese muerto por un león a causa de su desobediencia a la Palabra del Señor (1.º Reyes 13).
Para resumir, la propia voluntad de mis hijos revela la propia voluntad de mi propio corazón, y un Dios justo se sirve de ellos para castigarme a mí, por cuanto yo no me he castigado a mí mismo, no supe juzgarme a mí mismo. Ver el asunto desde este ángulo es particularmente solemne, y demanda un profundo escudriñamiento del corazón. Para ahorrar disgustos, hemos dejado que el mal siga su curso en nuestra familia, y ahora mis hijos han crecido alrededor de mí y son como espinas en mi costado, porque no los he educado para Dios. Tal es la historia de miles de familias. Jamás deberíamos perder de vista el hecho de que nuestros hijos, así como nosotros también, deberían servir para “la defensa y confirmación del evangelio” (Filipenses 1:7).
Estoy convencido de que, si sólo fuésemos llevados a considerar nuestras casas como un testimonio para Dios, ello produciría una profunda reforma en nuestra manera de gobernarlas. Buscaríamos entonces establecer un orden moral más elevado, no con el objeto de evitarnos disgustos o enfados, sino más bien para que el testimonio no sufra a causa del desorden de nuestras casas.
Mas no olvidemos que, para poder subyugar la naturaleza en nuestros niños, es menester primeramente subyugarla en nosotros mismos. Jamás podremos vencer a la carne mediante la carne. Sólo cuando la hayamos quebrantado en nosotros mismos, estaremos en condiciones de avasallarla en nuestros hijos.
La unidad de los esposos en el gobierno del hogar
Para ello, además, hace falta una perfecta inteligencia y una plena armonía entre el padre y la madre. La voz de ambos, su voluntad, su influencia, deben ser una en el más estricto sentido del término. Al ser ambos “ya no más dos, sino una sola carne”, deberían siempre aparecer ante sus hijos en la belleza y el poder de esta unidad.
Para lograr este objetivo, los padres deberían siempre esperar en Dios juntos, mantenerse mucho en Su presencia, abrirle todo su corazón y presentarle todas sus necesidades. Los maridos y las mujeres faltan a menudo en sus deberes mutuos a este respecto. Ocurre a veces que uno de los dos desea realmente renunciar al mundo y subyugar la carne a un grado al que el otro no ha llegado o para el cual no está preparado, y esto produce tristes resultados. Esto conducirá a menudo a actuar o hablar en secreto, a obrar de forma mañosa o evasiva, al manejo y al mando militar, a un positivo antagonismo en los criterios y principios del marido y la mujer, de modo que no puede decirse de ellos que estén unidos en el Señor. El efecto de todo esto sobre los niños que crecen, es indeciblemente pernicioso, y su funesta influencia sobre toda la casa es incalculable. Lo que el padre manda, la madre lo discute; lo que uno prohíbe, el otro lo permite; lo que el padre edifica, la madre lo destruye. El padre es representado como rígido, severo, arbitrario y exigente. La influencia materna actúa independientemente de la del padre y fuera de su ámbito; a veces hasta llega a ponerla de lado completamente, de manera que la posición del padre viene a ser penosa en extremo, y toda la familia presenta un aspecto muy impío y desordenado[11]]. Esto es algo terrible. Los hijos jamás podrían ser bien educados en tales circunstancias; y el solo pensamiento de ello, con relación al testimonio para Cristo, es aterrador. Allí donde prevalece semejante estado de cosas, debería haber la más profunda contrición de corazón delante del Señor con motivo de este tema. Su misericordia es inagotable y sus tiernas compasiones no faltan nunca; y si hay verdadera contrición y una sincera confesión, podemos esperar con total seguridad que Dios intervendrá en gracia para sanar y restaurar.
Una cosa es cierta: no deberíamos estar contentos de seguir nuestra marcha en medio de semejante desorden; por lo tanto, todos aquellos que sienten aflicción en su corazón, deben clamar con fuerza al Señor día y noche, clamar a Él, fundados en su verdad y en su Nombre, los que son blasfemados por tales pecados; y pueden estar seguros de que Dios oirá y responderá. Pero que toda esta cuestión sea encarada a la luz del testimonio para el Hijo de Dios. Para este testimonio somos dejados aquí abajo. En efecto, no somos seguramente dejados aquí sólo para educar a nuestras familias, sino más bien para educarlas para Dios, con Dios, por Dios y delante de Él.
Para alcanzar este elevado objetivo, es menester estar mucho en la presencia del Señor. Un padre cristiano debe tener mucho cuidado de no castigar ni lastimar a sus hijos meramente para satisfacer sus caprichos y su mal humor del momento, como lo hacen los hombres del mundo. El cristiano debe representar a Dios en medio de su familia. Una vez que esto se haya comprendido adecuadamente, todo quedará en orden. Él es el administrador de Dios; por lo que, para desempeñar correcta e inteligentemente sus funciones administrativas, deberá tener frecuentes relaciones -o más bien relaciones ininterrumpidas- con su Amo. Deberá acudir continuamente a los pies de este Amo, a fin de saber lo que debe hacer y cómo lo debe hacer. De esta manera, todo en su administración se volverá simple y fácil.
Algunas consideraciones finales
A menudo el corazón quisiera tener una regla general para cada uno de los diversos detalles de la administración doméstica. Alguien puede demandar, por ejemplo, qué tipo de castigos, qué tipo de recompensas y qué tipo de entretenimientos debiera adoptar un padre cristiano. En cuanto a los castigos, creo que serán raramente necesarios, si los divinos principios del gobierno y la educación de los niños son puestos en práctica desde la más tierna infancia. En cuanto a las recompensas, me parece que deberían esencialmente consistir en expresiones de amor y de aprobación. Un niño debe ser obediente -irrestricta y resueltamente obediente-, no para obtener una recompensa, la cual es apta para nutrir y desarrollar la emulación que es un fruto de la carne, sino porque Dios lo quiere así. Luego, pues, me parece naturalmente conveniente que los padres manifiesten su aprobación mediante algún pequeño presente.
En cuanto a los entretenimientos o pasatiempos que deseamos procurar a nuestros niños, que tengan siempre, en lo posible, el carácter de alguna ocupación útil. Esto es muy saludable para el espíritu. No es nada bueno alimentar en un niño la idea de que los juguetes de colores y las chucherías doradas le brindarán placer. He visto a menudo niños muy pequeños que han hallado un placer mucho más real, y ciertamente mucho más simple, con un papel, un lápiz o con alguna otra cosa hecha por sí mismos, que con los juguetes más caros. En fin, para todas las cosas, castigos, recompensas o juegos, fijemos los ojos en Jesús y busquemos vehementemente subyugar la carne bajo cualquier apariencia o forma en que se presente. Entonces nuestras casas serán un testimonio para Dios, y todos los que entren en ellas se verán constreñidos a decir: ¡Dios está aquí! (1.ª Corintios 14:25).
En lo que respecta al gobierno del personal doméstico de una casa cristiana, el principio es igualmente simple. El patrón, en su calidad de cabeza de la casa, es la expresión del poder de Dios y, como tal, debe insistir en la sujeción y la obediencia. Aquí no se tiene en cuenta el cristianismo de los domésticos o criados, sino simplemente el orden que siempre ha de ser mantenido en un hogar cristiano. Aquí también debemos guardarnos de dar rienda suelta a nuestro propio carácter arbitrario. Debemos recordar que tenemos un Amo en los cielos que nos ha enseñado a hacer “lo que es justo y equitativo con nuestros siervos” (Colosenses 4:1). Si sólo tuviésemos al Señor delante de nosotros cada día, y buscáramos manifestarle a Él en todos nuestros tratos con nuestros criados, seríamos guardados de error en todo respecto.
Debo ahora concluir. No escribí, Dios lo sabe, con la intención de herir a nadie. Siento con fuerza la importancia, la verdad y la profunda solemnidad del tema que he tratado, y, al mismo tiempo, mi incapacidad para presentarlo con la suficiente claridad y eficacia. Sin embargo, acudo a Dios para que él haga valer los puntos aquí tratados; y, cuando él actúa, el más débil instrumento puede responder a Su objetivo. A Él encomiendo ahora estas páginas que, en ello confío, fueron iniciadas, continuadas y terminadas en Su santa presencia. Un pensamiento me ha confortado sobremanera: en el momento mismo en que sentí en mi conciencia la necesidad de escribir este artículo, cierto número de amados hermanos estaban congregados en una reunión de humillación, de confesión y de oración con motivo del testimonio rendido al Hijo de Dios en estos últimos días. No dudo de que uno de los principales puntos de la confesión se haya referido al fracaso en el gobierno de la familia; y si estas páginas fuesen utilizadas por el Espíritu de Dios para producir, aunque sea en una sola conciencia, un sentimiento más profundo de esta caída, y en un solo corazón, un más sincero deseo de reparar esta brecha según los pensamientos de Dios, me regocijaré al ver que no he escrito en vano.
¡Quiera el Dios todopoderoso, según las riquezas de su gracia, producir, por su Santo Espíritu, en el corazón de todos sus amados, un más ardiente deseo de rendir, en esta última hora, un más completo, resplandeciente, vigoroso y decidido testimonio para Cristo, a fin de que, cuando la voz del arcángel y la trompeta de Dios resuenen, se halle aquí abajo un pueblo preparado para salir con gozo al encuentro del Novio celestial!
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