domingo, 22 de julio de 2012

Todo El Que Permanece En Él No Peca


Todo El Que Permanece En Él No Peca


Sheep Ilustration¡Somos hijos de Dios!


Es mucho más que una simple afirmación del Apóstol San Juan a los suyos. Es una exclamación que le sale del alma. Es una explosión de gozo y de felicidad que irrumpe y prorrumpe desde lo más hondo de su corazón. Como quien dice: ¡qué suerte la nuestra! ¡Somos de verdad hijos de Dios! Dios nos ha hecho partícipes de su filiación divina. El Padre, en una muestra extraordinaria de su amor, nos ha dado a su Hijo que ha dignificado y elevado nuestra naturaleza caída mediante su encarnación, haciéndose unos de los nuestros y compartiendo nuestra vida humana. El imperativo Mirad, es una forma de llamar poderosamente la atención ante este prodigio único que tanto nos beneficia a todos. Y por medio del Hijo, que nos ha regenerado, hemos recibido la vida divina. Nuestra filiación divina no es una metáfora, sino una asombrosa, sorpresiva e increíble realidad. No es solo una relación externa de un Dios nos cuida a todos como un Padre en su amorosa providencia divina. La vida sobrenatural de la gracia santificante que se nos da por medio de Jesucristo es comunicación y participación de la vida de Dios en nosotros. Es un nuevo nacimiento que nos hace semejantes a Él. No solamente seremos hijos de Dios un día cuando participemos de su gloria, sino que lo somos ya ahora en nuestro peregrinar presente, por puro don y regalo divinos: «Mirad qué amor nos ha tenido para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1Jn 3, 1a).
Rechazados por el mundo
La palabra mundo se toma aquí en sentido peyorativo. Expresa todo un mundo de iniquidad y de maldad. Ese mundo perverso no conoce a los hijos de Dios. Los ignora y los desprecia. San Juan se hace aquí eco de las mismas palabras de Jesucristo que ya había trascrito en su Evangelio: «Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo» (Jn 15, 18-19). Tal conocimiento, que es comunicación y comunión de vida y de amor, solo se da entre iguales. Entre el Padre y el Hijo (Jn 10, 15; 17, 25) Y entre el Hijo y los discípulos (Jn 10,14.27) «Por eso el mundo no nos conoce porque no le conoció a él» (3, 1b).
Seremos semejantes a Él
Por el solo hecho de ser hijos de Dios, ya en este mundo somos semejantes a Él. Pero nos aguarda una semejanza que será aun muy superior. Una semejanza de igualdad, pero no en el sentido de identidad, sino de transformación. El día de su manifestación gloriosa seremos endiosados, divinizados, transformados en Él. El día de la manifestación gloriosa del Señor puede ser la Parusía cuando volverá con todo el esplendor de su gloria para juzgar a vivos y muertos, pero el punto culminante de su manifestación será la gloria del cielo en visión directa, intuitiva y facial, porque le veremos sin velos, cara a cara. (1 Co 13, 12) «Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado todavía lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es». (1, 2).
Pureza de vida
Esta maravillosa esperanza tiene que ser un constante estímulo y acicate para vivir en una continua purificación. Los creyentes tenemos el mejor modelo de pureza para emular e imitar, que es el mismo Jesucristo. Ya más arriba (1, 7) San Juan dice que: «..la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado.» Por Jesucristo, que es la misma pureza, somos continuamente purificados de todo pecado e iniquidad. La acción redentora de Jesucristo sigue siempre purifi-cándonos de toda mácula de pecado para que nos mantengamos puros como Él es puro: «Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica, porque él es puro. Todo el que comete pecado comete también la iniquidad, pues el pecado es iniquidad. Y sabéis que él se manifestó para borrar los pecados pues en él no hay pecado.» (1, 3-5).
El que permanece en Él no peca
Esta sorprendente afirmación, debe ser bien entendida e interpretada. La filiación divina que el cristiano recibe por la gracia de Cristo no le hace impecable ni invulnerable. Solo Jesucristo es impecable por esencia. Pero mientras el creyente vive unido a Él y permanece en comunión con Él, no peca, y se mantiene puro como Él es puro. El pecado es ruptura de la comunión con Él. El que peca deja de estar unido a Él. Y, recíprocamente, el que está unido a Él, mientras no rompa esta comunión, no peca y se mantiene firme. Que nadie pues se llame a engaño. El que practica la justicia permanece unido a Él y no peca: «Todo el que permanece en él, no peca. Todo el que peca no le ha visto ni conocido. Hijos míos, que nadie os engañe. El que obra la justicia es justo, porque él es justo.» (1, 6-7).
El pecado es la obra del diablo
Es una puesta en guardia para todos. No todo está aún ganado ni conseguido. Mientras transitamos por este mundo no estamos nunca del todo exentos de peligros. El diablo, el gran seductor, está ahí. Y su obra es el pecado. Vivir en pecado es ser del diablo. Es decir, es estar sometido a su influencia y al yugo de su vil esclavitud y servidumbre. El diablo peca desde el principio, porque fue el primero en caer del paraíso, y fue el tentador desde el principio de la historia humana, que significó para el hombre la pérdida del paraíso en esta tierra, poniéndole en grave peligro de perder la felicidad eterna. Pero no estamos perdidos. Estamos salvados, porque Jesucristo ha venido para destruir la obra del diablo: «Quien comete el pecado es del diablo, porque el diablo peca desde el principio. El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo.» (1,8).
El que ha nacido de Dios no puede pecar
En el v. 6 decía: «Todo el que permanece en él no peca.». Aquí la admiración sube de tono porque afirma que ni peca, ni puede pecar. ¿De qué impecabilidad se trata? La clave del enigma es el germen. Es decir, que la filiación divina introduce en nuestro ser humano una semilla de divinidad que nos hace hijos de Dios. Y también el permanecer vital-mente unidos a este germen de vida divina. Esto no nos hace confirmados en gracia, como en la vida futura, pero como esta gracia es ya prenda de vida eterna, mientras permanezcamos unidos a ella con la ayuda de Dios, esto nos convierte en alguna manera, ya en esta vida, en exentos de todo pecado: «Todo el que ha nacido de Dios no peca porque su germen mora en él; y no puede pecar porque ha nacido de Dios.» (1, 9).
Los hijos de Dios y los hijos del diablo
La antítesis es clara y salta a la vista. Aquí se aplica claramente la sentencia del Evangelio: «Por sus frutos los conoceréis.» (Mt 7, 16) El hijo sale a su padre y hace las obras de su padre. Los que obran la justicia son hijos de Dios. Los autores de la iniquidad son hijos del Maligno. En la práctica, el amor fraterno será siempre la piedra de toque iniquívoca, y la marca inconfundible para discernir y detectar a los auténticos hijos de Dios: «En esto se reconocen los hijos de Dios y los del diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, y quien no ama a su hermano, tampoco.» (1, 10)

No hay comentarios:

Publicar un comentario