¿QUÉ ES EL DISCIPULADO?
Durante la Edad de Oro de
Grecia, se podía ver al joven Platón recorriendo las calles de Atenas en
búsqueda de su maestro: el andrajoso, descalzo y brillante Sócrates.
Aquí, probablemente, está el comienzo del discipulado. Sócrates no
escribió libros. Sus seguidores escuchaban atentamente cada palabra que
les hablaba y observaban las cosas que él hacía a fin de prepararse para
enseñar a otros. Aparentemente el sistema dio resultados:
posteriormente Platón fundó la Academia donde se continuó enseñando
filosofía y ciencia por novecientos años.
Jesús usó una relación
similar con los hombres que Él preparó para expandir el Reino de Dios.
Sus discípulos estuvieron con Él día y noche por tres años, escucharon
sus sermones y memorizaron sus enseñanzas. Lo vieron vivir la vida que
les enseñó. Entonces, después de su ascensión, los discípulos
transmitieron las palabras de Cristo a otros y los estimularon a adoptar
su estilo de vida y a obedecer sus enseñanzas.
Un discípulo es un
estudiante que memoriza las palabras, acciones y estilo de vida de su
maestro en preparación para enseñar a otros. El discipulado cristiano es
una relación de maestro a alumno, basada en el modelo de Cristo y sus
discípulos, en la cual el maestro reproduce en el estudiante la plenitud
de vida que él tiene en Cristo, en tal forma que el discípulo se
capacite para adiestrar y enseñar a otros.
Un estudio cuidadoso de la
vida y enseñanza de Cristo, revela que el discipulado tiene dos
componentes esenciales: la muerte a uno mismo y la reproducción. Ambos
dieron la tónica al ministerio de Jesús. Él murió para poder reproducir
vidas nuevas. Y Él quiere que cada uno de sus seguidores siga su
ejemplo.
La muerte a uno mismo
El llamamiento de Cristo al
discipulado es un llamado a la muerte a uno mismo, un rendimiento
absoluto a Dios. Jesús dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que
quiera salvar su vida la perderá; y todo el que pierda su vida por
causa de mí, éste la salvará” (Lucas 9:23-24).
Desde la perspectiva del
mundo, la sencillez del llamamiento de Cristo a seguirle, luce
exagerada. Hoy en día, si alguien quisiera “vender” un estilo de vida
tan exigente, un compromiso tan radical y absorbente, probablemente
contrataría la firma publicitaria de mayor prestigio en la capital para
que describiera detalladamente, en un folleto a todo color, los
beneficios de tal decisión. O utilizaría a la actriz más fascinante y de
más renombre y la rodearía de las bellezas más atractivas en un
espectáculo donde apareciera mostrando en la forma más convincente el
gozo y las delicias de la nueva vida en Cristo. Entonces lo presentaría a
la mitad del programa de televisión con mayor audiencia en el país.
Pero Jesús es claro y definido: para compartir su gloria, primeramente
hay que compartir su muerte. Jesús es Señor de señores y Rey de reyes, y
el Señor del universo ordena que cada persona le siga. Su llamado a
Pedro y Andrés (Mateo 4:18-19), a Santiago y a Juan (Mateo 4:21), era un
mandamiento: “Sígueme”, ha sido siempre una orden, nunca una invitación
(ver Juan 1:43). Jesús nunca le rogó a alguien que le siguiera. Él era
de una rectitud desconcertante. Confrontó a la mujer del pozo con su
adulterio, a Nicodemo con su orgullo intelectual y a los fariseos con su
justicia propia. Nadie puede interpretar “Arrepentíos, porque el reino
de los cielos se ha acercado” como un ruego (Mateo 4:17). Jesús ordenó a
cada persona renunciar a sus objetivos personales, abandonar sus
pecados y obedecerle completamente. Cuando el joven rico rehusó venderlo
todo y seguirle (ver Mateo 19:21-22), Jesús no corrió detrás de él
tratando de negociar un acuerdo, Él nunca rebajó sus normas. Simplemente
dijo: “Si alguno me sirve, sígame…” (Juan 12:26). Jesús esperaba
obediencia inmediata. Él no aceptaba excusas (Lucas 9:62). Cuando un
hombre quiso sepultar a su padre antes de seguirlo, le dijo: “Sígueme;
deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mateo 8:22).
Ninguna persona recibió
alabanzas por obedecer el mandamiento de Cristo a seguirle y ser su
discípulo: esto era de esperarse. Jesús dijo: “Así también vosotros,
cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos
inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos" (Lucas 17:10).
¿Cuándo es que usted se convierte en un
cristiano, en un discípulo de Cristo? ¿Cuando camina a lo largo del
pasillo de la iglesia? ¿Cuando se arrodilla ante el altar? ¿Cuando llora
con toda sinceridad? No es así precisamente. Los primeros seguidores de
Cristo se convirtieron en discípulos cuando ellos le obedecieron,
cuando “dejando al instante la barca y a su padre, le siguieron” (Mateo
4:22).1
La obediencia al
mandamiento de Cristo, “Sígueme”, resulta en la muerte a uno mismo. El
cristianismo sin la muerte a uno mismo es meramente una abstracción
filosófica, es un cristianismo sin Cristo. Quizá el error fundamental de
muchos cristianos consiste en separar el hecho de recibir la salvación
del de convertirse en discípulos. Ellos sitúan ambos estados en
distintos niveles de la madurez cristiana, asumiendo que es posible ser
salvo sin la obligación personal de obedecer las demandas más radicales
de Jesús, como la de “tomar la cruz y seguirle” (ver Mateo 10:38). Esta
posición se fundamenta en la creencia errónea de que la salvación es
primariamente para el beneficio del hombre: hacerlo feliz y evitarle la
condenación eterna.
Mientras el don de la
salvación de Dios responde a la necesidad fundamental del hombre, la
posición humanista de “acéptalo por tu propio bien”, ignora por completo
la razón por la cual Cristo murió en la cruz. Dios hace provisión de la
salvación para el hombre, con el propósito de traer, por encima de
todo, gloria a sí mismo de parte de un pueblo que tiene el carácter de
su Hijo (ver Efesios 1:12). La gloria de Dios es más importante que el
bienestar del hombre (ver Isaías 43:7). Nadie que entienda el propósito
de la salvación, se atrevería a especular sobre si una persona puede ser
salva sin aceptar el señorío de Cristo. Él no puede ser el Señor de mi
vida, si yo soy el señor de mi vida. Para que Cristo tome el control, yo
tengo que morir. No puedo convertirme en un discípulo sin morir a mí
mismo e identificarme con Cristo que murió por mis pecados (ver Marcos
8:34). Un discípulo sigue a su Maestro, aun hasta la cruz.
Por mucho tiempo luché para
poder comprender las implicaciones prácticas de la “muerte a uno
mismo”. ¿Cómo podría esta decidida renuncia de mí mismo encarnarse en mi
vida? Lo comprendí finalmente mientras meditaba en Gálatas 2:20: “Con
Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en
mí…”. Vamos a suponer que el 1º de enero yo volaba sobre Kansas cuando
el avión explotó. Mi cuerpo cayó a tierra y yo morí al chocar. Al poco
rato un campesino descubrió mi cadáver. No tenía pulso, no latía el
corazón, no respiraba. Mi cuerpo estaba frío. Obviamente, yo estaba
muerto. Por tanto, el campesino hizo una sepultura, pero cuando colocó
mi cuerpo en ella era ya demasiado oscuro para cubrirlo con tierra y
decidió dejarlo para el día siguiente, retornando a su casa. Entonces
Cristo vino y me dijo: “Keith, tú estas muerto. Tu vida en la tierra ha
terminado, pero yo pondré dentro de ti el soplo de vida nueva si tú
prometes hacer todo lo que yo te pida e ir a dondequiera que te mande”.
Mi reacción inmediata fue: “¡De ninguna manera! Esto es inaceptable. Es
una esclavitud”. Pero entonces me di cuenta de que yo no estaba en
condiciones de negociar nada y rápidamente volví a mi cordura y estuve
plenamente de acuerdo con Él. Al instante mis pulmones, corazón y los
demás órganos vitales comenzaron a funcionar de nuevo. Volví a la vida.
¡Había nacido de nuevo! Desde ese momento en adelante no importaba lo
que Cristo pidiera que hiciese o a dónde me enviara, yo estaba más que
dispuesto a obedecerle. Ninguna tarea era demasiado difícil, ni las
horas demasiado largas, ni los lugares demasiado peligrosos. Nada era
inaceptable. ¿Por qué? Porque yo no tenía derecho alguno sobre mi vida.
Yo estaba viviendo un tiempo prestado, el tiempo de Cristo. Keith había
muerto el 1º de enero en un campo de maíz en Kansas. Por consiguiente,
yo podía decir con Pablo: “Con Cristo he sido crucificado (estoy
muerto), y no vivo yo (Keith), mas Cristo vive en mí…”. Esto es lo que
significa morir a uno mismo y nacer de nuevo. El mandamiento de Cristo
de “Sígueme” es una orden a participar en su muerte para experimentar
una vida nueva. Usted se convierte en un muerto vivo, totalmente
entregado a Él.
Una gran paradoja de la
vida nueva es que hay una completa libertad en esta muerte. Un hombre
muerto no se preocupa ya por sus propios derechos, su independencia, o
por las opiniones de otros. Cuando se está unido en un lazo espiritual
con el Cristo crucificado, aquellas cosas tan apreciadas en el mundo:
riquezas, seguridad y posición, se renuncian. “Pero los que son de
Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gálatas
5:24). Un hombre que toma la cruz, uno que está crucificado con Cristo,
no siente ansiedad por el mañana, porque su futuro está en las manos de
otro. Un predicador soñaba con establecer en las calles céntricas de la
ciudad un ministerio desafiante, lleno de poder. Pero cuando los
milagros que había esperado no se materializaron, recurrió a la
fantasía, distorsionaba las entrevistas, creaba sucesos imaginarios,
esperando que esto le traería el respeto de los demás y terminó
convirtiéndose en un esclavo de sus visiones de grandeza, un cautivo de
sus propias expectativas. Su motivación subconsciente, era la de ganar
el asombro y la admiración del mundo cristiano mediante la realización
de hechos heroicos para el Reino. Sus pasiones, sueños y visiones nunca
fueron crucificados. En realidad, él no había sido libre de la presión
por el triunfo y los resultados. Nunca experimentó el alivio que produce
no tener que demostrar nada, ni perder nada. Tenía una falsa percepción
del discipulado y por esa razón, deseaba servir a Dios de tal manera
que él mismo pudiera recibir la gloria.
En contraste, un hombre
muerto ha sido liberado para hacer todas las cosas para la gloria de
Dios (ver Romanos 8:10). Coloca todo lo que es y todo lo que tiene a la
permanente disposición de Dios. Su sumisión al señorío de Cristo lo
fortalece para agradar a Dios en cada decisión que toma, cada palabra
que dice, cada pensamiento que concibe. Un discípulo contempla toda su
vida y ministerio como un acto de adoración (ver 1ª Corintios 10:31). La
muerte a sí mismo, lo libera para regocijarse en su compañerismo
amoroso con Dios. La muerte a uno mismo es el mandato precursor para
convertirse en un discípulo.
Ninguna persona que no haya
experimentado la muerte a sí misma, puede calificar como eslabón
legítimo en el proceso del discipulado, porque no está capacitada para
reproducir la vida de Cristo en otros. “Si el grano de trigo no cae en
la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Juan
12:24). Sin reproducción no hay discipulado.
Reproducción
Cristo ordenó a sus
discípulos reproducir en otros la plenitud de vida que ellos habían
encontrado en Él (Juan 15:8). Les advirtió: “Todo pámpano que en mí no
lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para
que lleve más fruto” (Juan 15:2). Un discípulo maduro debe enseñar a
otros creyentes cómo vivir una vida agradable a Dios y debe equiparlos
para adiestrar a otros, para que a su vez, éstos enseñen a otros.
Ninguno es un fin en sí mismo. Cada discípulo es parte de un proceso,
parte del método escogido por Dios para extender su Reino por medio de
la reproducción. Sabemos esto, porque Cristo formó discípulos y ordenó a
sus discípulos hacer discípulos (ver Mateo 28:19). Dios podía haber
seleccionado cualquier otro método. Él deseaba expandir su evangelio y
construir su Reino. No fue ningún accidente que el griego fuera el
lenguaje común en el mundo, mucho después de la caída del imperio. Esta
lengua tenía ciertos matices que la hacían el medio ideal para comunicar
la verdad. También, las carreteras imperiales de Roma que unieron al
mundo conocido, podían haber sido construidas para los transportes
militares, pero su tráfico más valioso fue el evangelio de Cristo. Así
como Dios usó a Grecia y a Roma como instrumentos inconscientes para
difundir el evangelio, también podía hacer que la imprenta, la radio y
aun la televisión, se inventaran antes del nacimiento de Cristo. Jesús
bien podía ser un renombrado autor, un maestro bíblico a través de un
programa radial o el primer evangelista de la televisión. Las opciones
de Dios no estaban limitadas. Pero en lugar de adoptar cualquiera de
estos métodos estilizados, Jesús optó por el discipulado. Él,
personalmente se dedicó a adiestrar un pequeño grupo de hombres y los
equipó para que a su vez, ellos adiestraran a otros, para que también
éstos últimos enseñaran a otros más. Él les ordenó hacer discípulos.
Debo confesar que al
principio yo cuestioné la sabiduría de Cristo. Aparentemente, esta
inversión en individuos era demasiado lenta. Jesús tomó tres años para
discipular a doce hombres y uno de ellos falló. Pensé que yo sería muy
afortunado si en tres años pudiera entrenar tan bien a una persona que
ésta se me uniera para adiestrar a otros, y a ese paso no sería capaz de
hacer ni la más pequeña obra en los dos millones de personas del área
de Los Ángeles. A lo más que podía aspirar era a discipular dieciséis
personas en toda mi vida. ¿Y qué lograría con esto? Mi pecado era que yo
dudaba de la sabiduría y soberanía de Dios. Pero cuando estudié el
discipulado, descubrí que Dios había escogido un método sólido y
efectivo para construir su Reino. Tendría un comienzo pequeño, como una
semilla de mostaza, pero crecería rápidamente al extenderse de persona a
persona a través del mundo. Su iglesia sería un movimiento dinámico, no
una estructura estática. El discipulado es el único método para
reproducir, tanto en cantidad como en calidad, los creyentes que Dios
desea.
Las matemáticas son exactas
¿Puede usted imaginarse alcanzando a más
de cuatro mil millones de personas con el evangelio? Esta tarea de
cumplir la Gran Comisión parece tan desconcertante que aun los
visionarios podrían sentirse abrumados y terminarían por no hacer nada.
Pero la Biblia es un libro con un método, que al mismo tiempo encierra
un mensaje. Y el método de Cristo es hacer discípulos. Cuando vine a
este lugar, yo tenía pasión por el evangelismo. Supongamos que yo ganara
una persona para Cristo y subsecuentemente lo hiciera cada día por el
resto del año. Al final del mismo yo habría ganado 365 personas para el
Señor. Si yo continuara haciendo esto por los próximos 32 años,
alcanzaría a 11,680. ¡Qué éxito más rotundo! Por otra parte, supongamos
que yo alcanzara sólo una persona para Cristo ese primer año. Durante
ese tiempo, sin embargo, yo la comienzo a discipular, de manera que se
fundamenta firmemente en la fe cristiana y es capacitada para alcanzar y
discipular a otra. Al año siguiente, cada uno de nosotros alcanzó a una
persona adicional y las adiestramos para unirlas a nosotros en el
entrenamiento de otras. Si continuáramos este método por 32 años, habría
4,294,967,296 discípulos –¡la población del mundo!–.
Ya mencioné mis dudas en el
principio, pero permítanme compartir ahora mi emoción. Si cada miembro
de nuestro grupo de trabajo en Los Ángeles, discipulara una persona cada
dos años en forma tal, que sus discípulos se pudieran unir a nosotros
para entrenar a otros, podríamos alcanzar el área completa de Los
Ángeles –dos millones de personas– en treinta y dos años. Esto significa
que, solamente en dieciséis personas, he tenido que invertir treinta y
dos años. Y es posible realizar esta tarea. Aun cuando el discipulado
tiene un comienzo muy lento, al final de la jornada, el resultado es que
la multiplicación alcanza a muchas más personas durante el mismo
tiempo, que la adición. La Gran Comisión es factible.
La calidad de la reproducción esta garantizada
Si mi único trabajo fuera
evangelizar y cuidar de once mil nuevos creyentes, tan sólo para poder
enviarles una tarjeta de Navidad a cada uno, me tomaría de septiembre a
diciembre de cada año para hacerlo. Estaría tan ocupado en ganar
personas para Cristo, que me sería imposible cuidarlas y ayudarlas a
crecer. Necesitaría una computadora para recordar sus nombres. Tal
evangelismo irresponsable produciría niños espirituales descuidados que
resultarían en creyentes superficiales y débiles. Yo acostumbraba
jactarme de mis proezas en el evangelismo (de cómo conocí a un hombre en
un avión, hablé con él durante cincuenta minutos y lo conduje a Cristo,
aún sin saber su apellido), en alguna forma, yo creía que éxitos como
éste fortalecerían mi espiritualidad –hasta que comprendí que había
abandonado a la mayoría de esas “víctimas” después de nuestros breves
encuentros–. Había experimentado la concepción y el gozo del nacimiento,
sin asumir la responsabilidad de la paternidad.
Permítanme ilustrar la
gravedad de este fallo. En junio de 1976, mi esposa Katie y yo, fuimos
bendecidos con el nacimiento de mellizos, Josua y Paul. Pueden creerme,
ellos demandaban nuestra atención las veinticuatro horas del día. Los
alimentábamos, cambiábamos sus pañales, los acunábamos y hacíamos todo
lo que los buenos padres hacen. Vamos a suponer que cuando los niños
tenían tres meses de edad, Katie y yo decidimos tomar un descanso (lo
cual hicimos). Así que colocamos a Josua y Paul en su coche para hablar
con ellos. Les dijimos que nosotros estábamos agotados y que tomaríamos
dos semanas de vacaciones –solos–. Sin embargo, de inmediato les
aseguramos que no tenían que preocuparse por nada: “Ustedes han
observado cómo nosotros hacemos las cosas, así que, de ahora en adelante
ustedes mismos pueden cuidarse. Pero en caso de que olviden algo, les
dejamos escritas detalladamente las instrucciones que deben seguir: cómo
preparar la leche de fórmula, cómo alimentarse, cómo cambiar sus
pañales y el momento en que deben hacerlo. Esas instrucciones las hemos
fijado en la puerta de la habitación y hemos dejado nuestro itinerario
para que nos llamen si se presenta algún problema. No se preocupen por
nada”. Si realmente Katie y yo hubiéramos actuado de esa manera con
nuestros hijos de tres meses de edad, nos habrían acusado por abandono y
descuido. Los infantes no se pueden alimentar o cuidar por sí solos;
tienen que estar vigilados día y noche hasta que son lo suficientemente
responsables para sobrevivir por ellos mismos. El discipulado es
inseparable de la paternidad responsable. Un padre espiritual, como el
padre carnal, está obligado ante Dios por el cuidado y crecimiento de
sus hijos. Pablo sabía que él era el padre espiritual de los corintios:
“…pues en Cristo Jesús yo os engendré por medio del evangelio” (1ª
Corintios 4:15). A los gálatas los llamó “hijitos míos” (Gálatas 4:19) y
a Timoteo, “verdadero hijo en la fe” (1ª Timoteo 1:2). También
intercedió a favor de Onésimo “mi hijo, a quien engendré” (Filemón
1:10). El que enseña al discípulo sabe que su responsabilidad continúa
hasta que éste se convierta en un creyente espiritualmente maduro y
reproductor. Tiene que invertir una gran cantidad de tiempo en su
discípulo y dar una atención individual a sus necesidades. El
discipulado es una reproducción de calidad que asegura que el proceso de
multiplicación continuará de generación en generación. El Espíritu de
Dios instituyó una salvaguarda para controlar la calidad de la prole
espiritual. Pablo señala que la relación entre el maestro y su discípulo
se extiende a través de cuatro generaciones: “Lo que has oído de mí
ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos
para enseñar también a otros” (2ª Timoteo 2:2). Aquí Pablo (primera
generación) instruye a su hijo espiritual Timoteo (segunda generación),
para enseñar las cosas que Pablo le enseñó, a hombres fieles (tercera
generación), quienes a su vez enseñarían a otros (cuarta generación). La
referencia de Pablo a las cuatro generaciones no es simple
coincidencia. Un hacedor de discípulos únicamente sabe si efectivamente
ha enseñado, cuando ve que un alumno de su discípulo enseña a otro.
En 1972 Dios llamó a Al
Ewert para dirigir nuestro trabajo en el área de Wichita. Él fue mi
discípulo. Pasé horas y horas a su lado, que sumaron meses, inculcándole
todo lo que sabía para llegar a ser un hombre de Dios. Investigamos
juntos los principios bíblicos y los aplicamos a nuestras vidas. Antes
de mucho tiempo, Al comenzó a discipular a Don, quien a su vez lo hizo
con Maurice. A la luz del mandato de discipular y adiestrar a otros para
que enseñen a otros, yo (primera generación) únicamente puedo evaluar
mi efectividad con Al (segunda generación), observando como Don (tercera
generación), lo está haciendo con Maurice (cuarta generación). Si Al
asimila plenamente el discipulado (muerte a sí mismo y reproducción),
Don estará bien entrenado para adiestrar a Maurice en la labor de
capacitar a otros para enseñar. Maurice es la clave en el proceso.
Es una tendencia humana
optar por la producción en masa en lugar de la calidad de la artesanía.
¿Cuán a menudo has escuchado: “ya no se hacen las cosas como antes”? Y,
¿con cuánta frecuencia la respuesta es: “es que no costea”? Solamente un
maestro especializado demanda calidad por encima de todo. Su reputación
está en juego con cada artículo producido, porque su nombre va envuelto
en ello. Jesús es el especialista en hacer discípulos, tanto que cada
creyente lleva su nombre. En el discipulado no hay lugar para la
mediocridad. Hace dos mil años Jesús se dirigió a una gran multitud de
seguidores y con una sencillez intransigente declaró: “Y el que no lleva
su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:27).
Jesús redujo a dos las opciones de sus oyentes. Si la respuesta del
hombre es la incredulidad, desobedece y muere, se convierte en enemigo
de Cristo (ver Mateo 12:30). Si responde en fe, obedece y se convierte
en discípulo, muere a sí mismo y se reproduce. Cristo es el Señor de su
vida.
Jesús no habla de otra
alternativa. Y Cristo sabía que esta era la decisión más importante que
cualquier persona pudiera tomar, así que les advirtió que tuvieran en
cuenta el costo (ver Lucas 14:28). Y aún cuando pudiera parecer
incomprensible, “muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no
andaban con él” (Juan 6:66).
El mandamiento
transformador de Cristo, “Sígueme”, es tan ambicioso hoy en día, como lo
fue en las orillas del mar de Galilea. No puede ser tomado a la ligera.
Tu destino eterno descansa en tu respuesta. O retienes tus derechos,
posesiones y tu vida actual, o lo entregas todo al señorío de Cristo a
cambio de la vida eterna y la paz con Dios. Nada agradaría más a Cristo
que el tú, al igual que Leví, dejándolo todo, te levantaras y le
siguieras (ver Lucas 5:28). El llamamiento de Cristo: “VEN Y MUERE
CONMIGO”, aún resuena a través de las centurias.
1 Nuestra salvación se debe
a la gracia de Dios y se fundamenta en ella. La gracia de Dios es la
fuente. Nuestra fe es el instrumento. Pero nuestra obediencia es a la
vez, la respuesta humana obligatoria y la evidencia innegable de la
salvación (Efesios 2:2-10). Esta es la prueba de nuestra fe. Esto es por
lo que Santiago dice “la fe sin obras es muerta” (ver Santiago 2:17).
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