Todo El Que Permanece En Él No Peca
¡Somos hijos de Dios!
Es mucho más que una simple afirmación
del Apóstol San Juan a los suyos. Es una exclamación que le sale del
alma. Es una explosión de gozo y de felicidad que irrumpe y prorrumpe
desde lo más hondo de su corazón. Como quien dice: ¡qué suerte la
nuestra! ¡Somos de verdad hijos de Dios! Dios nos ha hecho partícipes de
su filiación divina. El Padre, en una muestra extraordinaria de su
amor, nos ha dado a su Hijo que ha dignificado y elevado nuestra
naturaleza caída mediante su encarnación, haciéndose unos de los
nuestros y compartiendo nuestra vida humana. El imperativo Mirad,
es una forma de llamar poderosamente la atención ante este prodigio
único que tanto nos beneficia a todos. Y por medio del Hijo, que nos ha
regenerado, hemos recibido la vida divina. Nuestra filiación divina no
es una metáfora, sino una asombrosa, sorpresiva e increíble realidad. No
es solo una relación externa de un Dios nos cuida a todos como un Padre
en su amorosa providencia divina. La vida sobrenatural de la gracia
santificante que se nos da por medio de Jesucristo es comunicación y
participación de la vida de Dios en nosotros. Es un nuevo nacimiento que
nos hace semejantes a Él. No solamente seremos hijos de Dios un día
cuando participemos de su gloria, sino que lo somos ya ahora en nuestro
peregrinar presente, por puro don y regalo divinos: «Mirad qué amor nos ha tenido para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1Jn 3, 1a).
Rechazados por el mundo
La palabra mundo se toma aquí en sentido
peyorativo. Expresa todo un mundo de iniquidad y de maldad. Ese mundo
perverso no conoce a los hijos de Dios. Los ignora y los desprecia. San
Juan se hace aquí eco de las mismas palabras de Jesucristo que ya había
trascrito en su Evangelio: «Si el mundo os odia, sabed que a
mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo
amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os
he sacado del mundo, por eso os odia el mundo» (Jn 15, 18-19). Tal
conocimiento, que es comunicación y comunión de vida y de amor, solo se
da entre iguales. Entre el Padre y el Hijo (Jn 10, 15; 17, 25) Y entre
el Hijo y los discípulos (Jn 10,14.27) «Por eso el mundo no nos conoce porque no le conoció a él» (3, 1b).
Seremos semejantes a Él
Por el solo hecho de ser hijos de Dios,
ya en este mundo somos semejantes a Él. Pero nos aguarda una semejanza
que será aun muy superior. Una semejanza de igualdad, pero no en el
sentido de identidad, sino de transformación. El día de su manifestación
gloriosa seremos endiosados, divinizados, transformados en Él. El día
de la manifestación gloriosa del Señor puede ser la Parusía cuando
volverá con todo el esplendor de su gloria para juzgar a vivos y
muertos, pero el punto culminante de su manifestación será la gloria del
cielo en visión directa, intuitiva y facial, porque le veremos sin
velos, cara a cara. (1 Co 13, 12) «Queridos, ahora somos hijos de
Dios y aún no se ha manifestado todavía lo que seremos. Sabemos que,
cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal
cual es». (1, 2).
Pureza de vida
Esta maravillosa esperanza tiene que ser
un constante estímulo y acicate para vivir en una continua purificación.
Los creyentes tenemos el mejor modelo de pureza para emular e imitar,
que es el mismo Jesucristo. Ya más arriba (1, 7) San Juan dice que: «..la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado.»
Por Jesucristo, que es la misma pureza, somos continuamente purificados
de todo pecado e iniquidad. La acción redentora de Jesucristo sigue
siempre purifi-cándonos de toda mácula de pecado para que nos
mantengamos puros como Él es puro: «Todo el que tiene esta esperanza
en él se purifica, porque él es puro. Todo el que comete pecado comete
también la iniquidad, pues el pecado es iniquidad. Y sabéis que él se
manifestó para borrar los pecados pues en él no hay pecado.» (1, 3-5).
El que permanece en Él no peca
Esta sorprendente afirmación, debe ser
bien entendida e interpretada. La filiación divina que el cristiano
recibe por la gracia de Cristo no le hace impecable ni invulnerable.
Solo Jesucristo es impecable por esencia. Pero mientras el creyente vive
unido a Él y permanece en comunión con Él, no peca, y se mantiene puro
como Él es puro. El pecado es ruptura de la comunión con Él. El que peca
deja de estar unido a Él. Y, recíprocamente, el que está unido a Él,
mientras no rompa esta comunión, no peca y se mantiene firme. Que nadie
pues se llame a engaño. El que practica la justicia permanece unido a Él
y no peca: «Todo el que permanece en él, no peca. Todo el que peca
no le ha visto ni conocido. Hijos míos, que nadie os engañe. El que obra
la justicia es justo, porque él es justo.» (1, 6-7).
El pecado es la obra del diablo
Es una puesta en guardia para todos. No
todo está aún ganado ni conseguido. Mientras transitamos por este mundo
no estamos nunca del todo exentos de peligros. El diablo, el gran
seductor, está ahí. Y su obra es el pecado. Vivir en pecado es ser del
diablo. Es decir, es estar sometido a su influencia y al yugo de su vil
esclavitud y servidumbre. El diablo peca desde el principio, porque fue
el primero en caer del paraíso, y fue el tentador desde el principio de
la historia humana, que significó para el hombre la pérdida del paraíso
en esta tierra, poniéndole en grave peligro de perder la felicidad
eterna. Pero no estamos perdidos. Estamos salvados, porque Jesucristo ha
venido para destruir la obra del diablo: «Quien comete el pecado es
del diablo, porque el diablo peca desde el principio. El Hijo de Dios
se manifestó para deshacer las obras del diablo.» (1,8).
El que ha nacido de Dios no puede pecar
En el v. 6 decía: «Todo el que permanece en él no peca.». Aquí
la admiración sube de tono porque afirma que ni peca, ni puede pecar.
¿De qué impecabilidad se trata? La clave del enigma es el germen. Es
decir, que la filiación divina introduce en nuestro ser humano una
semilla de divinidad que nos hace hijos de Dios. Y también el permanecer
vital-mente unidos a este germen de vida divina. Esto no nos hace
confirmados en gracia, como en la vida futura, pero como esta gracia es
ya prenda de vida eterna, mientras permanezcamos unidos a ella con la
ayuda de Dios, esto nos convierte en alguna manera, ya en esta vida, en
exentos de todo pecado: «Todo el que ha nacido de Dios no peca porque su germen mora en él; y no puede pecar porque ha nacido de Dios.» (1, 9).
Los hijos de Dios y los hijos del diablo
La antítesis es clara y salta a la vista. Aquí se aplica claramente la sentencia del Evangelio: «Por sus frutos los conoceréis.» (Mt 7, 16)
El hijo sale a su padre y hace las obras de su padre. Los que obran la
justicia son hijos de Dios. Los autores de la iniquidad son hijos del
Maligno. En la práctica, el amor fraterno será siempre la piedra de
toque iniquívoca, y la marca inconfundible para discernir y detectar a
los auténticos hijos de Dios: «En esto se reconocen los hijos de
Dios y los del diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, y
quien no ama a su hermano, tampoco.» (1, 10)
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